La primera sentencia de la Jurisdicción Especial para la Paz, JEP, en contra de la antigua cúpula de las extintas Fuerzas Revolucionarias de Colombia, Farc, por la política de secuestros que extendieron por todo el país y que dejó al menos 21.396 hechos victimizantes, no se puede analizar de forma superficial. El discurso no puede ser ligero. Ni mucho menos político. Merece más profundidad, madurez y sobriedad de todos los sectores del país; sin embargo, también admite críticas y reparos. No es para menos. Y mucho más cuando los cuestionamientos son lanzados por las propias víctimas.

Las cosas al grano: Rodrigo Londoño Echeverri, Pablo Catatumbo Torres Victoria, Pastor Lisandro Alape Lascarro, Milton de Jesús Toncel Redondo, Jaime Alberto Parra Rodríguez, Julián Gallo Cubillos y Rodrigo Granda Escobar fueron condenados por hacer del secuestro, según la JEP, una política criminal que seguía tres patrones: financiar su organización armada, presionar al Estado colombiano para un intercambio de prisioneros y ejercer control social y territorial.

Debido a lo anterior, el tribunal les impuso ocho años que deberán cumplir a través de proyectos restaurativos. Sí, es cierto, no pagarán cárcel, pero ese reclamo, que tiene toda la validez y la legitimidad, no es una decisión de última hora ni una maniobra de beneficio por parte de los magistrados. Tampoco puede utilizarse como bandera política con el objetivo de sacar réditos electorales de cara a los comicios del 2026. Ese sapo, difícil de tragar, según las palabras del expresidente Juan Manuel Santos, ya se sabía desde 2016, cuando el Estado colombiano firmó la paz con el grupo guerrillero con el objetivo de ponerle fin al conflicto, reparar a las víctimas y revelar la verdad de los horrores de muchos años de violencia en el país. Y, en este aspecto, también hay que hacer honor a la verdad: estos tres puntos tampoco se han cumplido del todo.

En medio de la polarización, hay que reconocer que la decisión es un hito histórico, pues los exjefes guerrilleros nunca habían rendido cuentas ante la justicia ordinaria sobre los crímenes de lesa humanidad que habían cometido. Además, según el tribunal, no existía registro sobre “las dinámicas que alimentaron las atrocidades, los impactos psicosociales en las víctimas y sus familias, el daño a comunidades y territorios y las políticas que los hicieron posibles”. Es un avance, sí, que aunque no borra el sufrimiento, al menos, desde donde se mire, reconoce el sufrimiento de ayer, de esa espiral de dolor que Colombia no ha podido dejar atrás.

Tras la decisión, que ya fue tomada y no hay marcha atrás, la JEP, el Estado y las organizaciones internacionales garantes del proceso de paz no deben hacer de oídos sordos y seguir tendiéndole la mano a las miles de víctimas del conflicto que –en medio de su dolor infinito– se han mostrado excépticas, defraudadas y, en algunos casos, traicionadas por el fallo condenatorio. No se les puede dejar de lado. Sus posturas tienen sus razones, por lo que es necesario –para evitar nuevos casos de revictimización– que las diferentes instancias en mención de estos procesos den luces más claras sobre las labores que, de ahora en adelante, llevarán a cabo los antiguos jefes guerrilleros. En este sentido, aunque la JEP explicó que los miembros de la cúpula de las Farc tendrán visitas presenciales y supervisión en tiempo real mediante dispositivos electrónicos, no hay certeza sobre si gozarán de un rango de movilidad en el país.

Las dudas, además, aumentaron porque la JEP fue enfática en explicar que no están encargados de definir procedimientos de contratación ni asumir responsabilidad disciplinaria o fiscal en la administración de recursos para el cumplimiento de las sanciones en mención. Es el Gobierno Nacional, bajo el liderazgo del presidente Gustavo Petro, el que está obligado a garantizar los recursos, una preocupante situación si se tienen en cuenta los actuales problemas de caja del ejecutivo. Hay que seguir avanzando, pero sin cometer más errores. Que la verdad aflore y no quede a medias, como lamentan muchas víctimas.