El encuentro entre el presidente Petro y líderes de las ramas del poder público y entes de control, a instancias de la Iglesia católica, fue un primer paso para “desarmar y armonizar la palabra”, convertida en el actual contexto de crispación política en arma arrojadiza para enfrentar y dividir. Sobre el papel, el acuerdo suscrito, que es una invitación a “escucharnos, valorarnos y respetarnos en hermandad”, se presenta esperanzador, por decir lo menos. En especial, su “rechazo a todo tipo de violencia como forma de resolver los conflictos”, porque abre un compás de espera para que todos comiencen a actuar con máxima responsabilidad.

Indiscutiblemente la Iglesia, en función de su misión evangelizadora de promoción de la paz y la unidad, era la indicada para tender puentes de entendimiento. En este momento se hace imprescindible algo que es al mismo tiempo bastante complejo: romper el cansino círculo vicioso de relatos de odio o desprecio, tensiones institucionales y rupturas autoritarias que han envenenado el debate político y los demás espacios de conversación pública, en la que resulta cada vez más difícil pensar o actuar distinto a la pretensión de la narrativa oficial.

O si no que se lo pregunten al registrador nacional, Hernán Penagos, a quien por pausar la convocatoria de la consulta popular, la del ‘decretazo’ del Gobierno, a la espera de un pronunciamiento de fondo de las altas cortes, el ministro del Interior regañó públicamente. No contento con ello, lo pordebajeó con saña, calificándolo de “operador logístico” para complacencia de la galería petrista. En gracia de discusión, se podría decir que Benedetti no fue invitado ni tampoco firmó el compromiso de la Curia Arzobispal, pero su jefe sí lo hizo.

Cabe preguntarse entonces, ¿qué tan factible es que este pacto concebido con nobleza para desescalar el lenguaje, reducir la violencia verbal o respetar al contradictor se cumpla? Excitadas reacciones como la de Benedetti, aunque sean parte de su ADN, no conducen al optimismo. Aun así vale la pena persistir en el bienintencionado esfuerzo de la Iglesia que, sin duda alguna, enriquece moralmente a quienes decidan honrarlo de forma permanente.

Porque en el fondo del acuerdo lo que subyace es la confianza. También la paz compartida, el respeto o perdón mutuos, pero insisto, su columna vertebral es la confiabilidad en la palabra del otro, al igual que en sus actos. Por el contrario, cuando la desconfianza campea porque la sociedad se dividió debido a un afán revanchista e inquisidor es más fácil sembrar la sospecha en quienes se sitúan en la orilla ideológica de enfrente. Así como usar la mentira como arma política en su contra e inocular odio en los demás, buscando el beneficio propio.

Propaganda tóxica que nos condena a deshumanizar al antagonista, a hacernos enemigos, como una manera de legitimar moralmente a un sector político en detrimento del contrario.

Intenta la Iglesia construir confianza para edificar un país dialogante, tolerante, en el que la esperanza, la verdad y la concordia nos unan, en vez del ansia de venganza o el rencor. No lo tiene fácil. En su trinchera, el Gobierno enarbola su bandera de bloqueo institucional para saltarse los controles democráticos, en tanto abusa de la retórica de la confrontación, del recurso emocional o victimización para justificar su política. Insulta, mientras reclama respeto o moderación de los demás. Se equivoca, el que peca y reza no siempre empata. En su estrategia defensiva también desvaría la oposición cuando cae en mentiras, insensateces o demagogia que terminan por hacer de nuestra política un auténtico lodazal, donde el sentido de la palabra respeto desaparece, al tiempo que se legitima repudiar u odiar al otro.

¿A dónde nos conducirá el emponzoñamiento del debate político ahora que la campaña electoral está a la vuelta de la esquina? Difícil imaginarlo en la medida en que los aspirantes a suceder a Petro continúen radicalizando el discurso en su contra para ganar votos. Lo más inquietante es que el pesimismo ciudadano aumenta por efecto de las crisis acumuladas sin resolver. De lejos, la inseguridad es la peor. Los alcaldes de las principales ciudades procuran ser diques de contención ante el malestar general, pero se topan con un Gobierno nacional indolente e inoperante. No cabe duda de que la Iglesia tiene muchas puertas que tocar. Pues ojalá se le abran, porque la Colombia de a pie no merece tanta irresponsabilidad junta.