Miles de ciudadanos marcharon este domingo por las calles de Colombia, llenaron plazas e iglesias por uno o más motivos: rechazar toda forma de violencia, en especial la política; orar por la salud del senador Miguel Uribe Turbay o defender la democracia, el Estado de derecho y la separación de poderes. Pero, sin duda, se sintieron alentados a expresarse por el vigor de una misma esperanza: ser capaces de volver a reencontrarse, a mirarse de frente en nuestra patria, en la que pese a comprensibles diferencias se pueda mantener intacto el espíritu de la concordia, el entendimiento y el respeto común que se ha ido desvaneciendo.
Más allá del relevante hecho político que la movilización encierra, el cual no debería ser desestimado por el gobierno Petro, lo que se demostró es que una parte significativa de Colombia reclama el fin de la perversa discordia que insiste en indignarnos para dividirnos. Sobrepasar líneas rojas, construir relatos antagónicos que polarizan cualquier debate de ideas, controlar la narrativa que define la realidad, con el propósito de enfrentarnos en dos extremos irreconciliables: pueblo y oligarquía, dominados y dominadores, buenos y malos, se ha convertido en una irresponsable estrategia política que nos empuja a la quiebra moral.
Esa visión tan falsa como disparatada, alimentada en el resentimiento o el rencor, le está haciendo un daño enorme a la democracia, a la institucionalidad y al sentido de ciudadanía común. Es el ensordecedor clamor de los manifestantes de la Marcha del Silencio, convocados, sí, por políticos de diferentes orillas ideológicas, pero que reclamaron ser escuchados. Hartos de la crispación política que lo permea todo, se perciben sin garantías de futuro, apenas inmersos en la nebulosa de la incertidumbre, como sobreviviendo a un tsunami de urgencias sin solución, muchas de ellas derivadas de la violencia e inseguridad.
Colombia merece salir adelante, dejar atrás las mezquindades políticas de quienes nos gobiernan, de aquellos que ejercen de manera ventajosa la oposición, o de tantos arribistas dedicados a hablarles al oído a unos y otros. ¡Esos son los peores! Para lo único que sirven es para encumbrarles su pretendida superioridad moral sin sustento intelectual ni jurídico, en aras de lucrarse de su cuarto de hora en el poder. Algunos llegan incluso a ser ministros. ¡Mira por dónde! Sus discursos envenenados de odio se han ensañado contra una sociedad plural, diversa, abierta, que ante nuestros incrédulos ojos ha comenzado a desmoronarse.
Conviene entender que este es un momento histórico. También común. Lo primero, porque nunca antes habíamos tenido en Colombia un gobierno con una pulsión autoritaria tan marcada o evidente, que se debate entre el despotismo, la corrupción o una gestión ciertamente penosa. Lo segundo, porque la violencia, la política que se manifestó en el atentado contra el senador y precandidato Miguel Uribe Turbay, y la de grupos criminales que mataron civiles y uniformados en una serie de ataques simultáneos contra territorios del Valle del Cauca y Cauca, en cuestión de horas, es más de lo mismo. De eso que tanto nos ha herido durante décadas de terrorismo reciclado que solo muta de un bando a otro.
Petro intenta hacerle creer al país que estamos ante el mismo escenario que propició el surgimiento de la Constitución de 1991. No es cierto. Claro que la Colombia desolada por la inacabable violencia, frustrada por la aún persistente pobreza o desigualdad o urgida de reformas sociales o nuevos derechos demanda de sus gobernantes decisiones de Estado que le den un timonazo a nuestra cruda realidad, que la transformen por el bien de todos.
Pero se equivoca en algo fundamental. Hoy no existe ese sentimiento de unidad nacional que nos articuló en pos de un anhelo común. La paz siempre ha sido un ideal esquivo en Colombia, pero al menos había un estado de armonía social, convivencia, tolerancia, respeto mutuo en medio de las diferencias. Lo que algunos llaman la paz cívica. Salir del abismo en el que hemos caído no será fácil, pero si no se evalúa el actual momento político no habrá cómo avanzar. Por un lado, dejen de culpar a sus adversarios de sus propios errores, asuman sus responsabilidades con sentido del deber para que puedan ser mejores.
Y por el otro, entiendan, sobre todo el Gobierno, que Colombia no es un país o un sector reducido que responde a su retórica inflamada. Eso es una ficción populista. La democracia nos acoge a los ciudadanos por igual porque es garantía de derechos y libertades. No más intentos espurios de deslegitimar moral e institucionalmente al Estado. Pueblo somos todos, que sea un propósito común en defensa de la vida, la unión y el entendimiento que nos cohesione. Y que continúe siendo un clamor nacional: ¡Fuerza Miguel, estamos contigo!