La semana pasada, EL HERALDO informó acerca de un caso de intoxicación por alimentos en la Institución Educativa de Bachillerato Adolfo León Bolívar Marenco, en el municipio de Suan, sur del Atlántico. El jueves 27 de septiembre, 44 alumnos recibieron atención médica luego de consumir un almuerzo en mal estado, según reportan autoridades y estudiantes.
Por estos hechos, se había programado una audiencia para ayer 3 de octubre, en la cual se decidiría qué tipo de sanción se le impondría a la Corporación Regional para la Construcción Social, contratista del PAE, que se encarga de proveer los alimentos que se consumen en los centros escolares del municipio. No obstante, gracias a los vericuetos administrativos que suelen entorpecer cualquier intento de encontrar responsables, la tal audiencia se aplazó hasta tener los resultados de los exámenes médicos hechos a los niños.
Los estudiantes intoxicados de Suan no se habían terminado de recuperar cuando se supo de un caso similar, esta vez en el colegio Fernando Hoyos Ripoll, de Sabanalarga, que mandó al hospital a 64 niños, al parecer por consumir huevos en mal estado.
En el mejor de los casos, estos dos episodios podrían ser un par de desafortunadas coincidencias, accidentes aislados susceptibles de ser corregidos sobre la marcha sin mayores contratiempos. Sin embargo, es inevitable que surjan dudas acerca de los procedimientos que se utilizan para otorgar contratos que involucran la salud y la vida de menores de edad. Ya conocemos de sobra los antecedentes que, en ese sentido, no dejan bien librada a nuestra región.
Es por eso que, como lo hemos dicho en decenas de hechos que suceden todos los días en el Caribe, estos sucesos deben servir no solo como una alarma, sino como una buena razón para que las autoridades correspondientes revisen integralmente las condiciones en las que se están entregando los alimentos a los estudiantes de escuelas y colegios mediante el PAE: verificación de contratos, auditorías de procedimientos, vigilancia del cumplimiento de las normas sanitarias e idoneidad de los contratistas.
No podemos permitir que una mala entendida presunción de la buena fe termine en una tragedia que puede evitarse afinando los instrumentos de vigilancia. Porque no solo se trata de salvaguardar los recursos públicos involucrados. Se trata, fundamentalmente, de proteger la salud y la vida de miles de niños y jóvenes, las cuales se ponen en riesgo cada vez que ocurre algún hecho de este tipo.
En cualquier caso que involucre a menores intoxicados por alimentos, no bastan las excusas, no son suficientes las explicaciones sobre accidentes excepcionales, como tampoco suenan lógicas las sanciones consistentes en multas y llamados de atención. Una empresa cuyo descuido manda al hospital a uno o a cien niños no puede continuar prestando un servicio que exige el máximo de los cuidados.
Estaremos atentos a los resultados de estas investigaciones, a las pruebas que señalen a los responsables y a las sanciones ejemplares –administrativas y penales– que se deriven de ellas. Nuestros niños no deben ser víctimas inermes de la corrupción y la indolencia.