Miércoles.
Suena el despertador, justo a las dos y veinte de la madrugada. Es un alivio. Descubres que has dormido mal porque sentías frío. Las cuatro horas dedicadas al sueño las pasaste con unos intangibles deseos de levantarte y hacer algo, tal vez solo orinar, pero nunca te atreviste a dejar la cama. Eso siempre pasa.
Ahora adviertes la presencia absoluta del frío, penetra por el balcón abierto. Magaly, tapada hasta la barbilla, se adueñó de la sábana y la frazada comunes. Mientras te vistes, observas a la muchacha. Dormida, con la boca un poco abierta y el pelo sobre la frente, sabe conservar una elegancia reposada y fresca. Quisieras besarla, pero el despertador marca las dos y media.
Dejas la cafetera sobre la hornilla. Sales al balcón. Te arden los ojos y tienes la boca recia. El aire te golpea la cara y te ayuda a espantar el sueño que ya ha dejado de ser viejo para hacerse infinito. A esta hora de la madrugada corre una brisa marinera y suave, la única en todo el día que arrastra un leve olor de la bahía tan cercana. «Voy a cerrar el balcón», piensas que el frío puede despertar a Magaly, pero lo dejas para el final. Escupes hacia la calle. «Ahora mismo», calculas, «en La Habana son las nueve de la noche, y hace calor.»
De pie, bebes una taza de este café angolano, fuerte y amargo, al que solo te acostumbraste al cabo de varios meses. Faltan quince minutos para cubrir la guardia y, contra tu costumbre de relevar temprano, prefieres acodarte en el balcón y fumar sin prisa el cigarro que exalta el sabor del café prendido en la lengua. Mi última guardia, esto se está acabando, señores, y observas la ciudad dormida, los edificios salpicados por unas pocas luces, las calles vacías, la noche casi perfecta que solo es alterada por las alucinantes trazadoras que dispara, peine a peine, algún FAPLA aburrido allá por la zona de la Mutamba. Luanda es triste y más inhóspita por las noches. Tratas de aprehenderlo todo, como si temieras olvidar los sitios donde has vivido durante dos años, pues el miércoles próximo, cuando deberías agarrar el AK para hacer tu guardia nocturna, ya estarás en La Habana y estos meses interminables de misión van a ser una medalla la noticia recortada del semanario de los colaboradores y una larga historia, con varias versiones y verdades, para contarles a tu mujer y a tus amigos, a los hijos que alguna vez tendrán, ¿no?
Padura, de la habana para el mundo
El escritor y periodista Leonardo Padura nació en La Habana el 9 de octubre de 1955. Este literato cubano –nacionalizado español–, Premio Nacional de Literatura de Cuba en 2012, se licenció en La Habana en Filología Hispánica. En 1980 fue periodista en la revista literaria ‘El Caimán Barbudo’ y el periódico ‘Juventud Rebelde’. Cuatro años después, escribió su primera novela, ‘Fiebre de caballos’. A esta le siguió ‘Lo real maravilloso’. Este escritor de novela negra, ha publicado –entre otras–: ‘Pasado perfecto’, ‘Vientos de cuaresma’, ‘Máscaras’, ‘Paisaje de otoño’, ‘Adiós, Hemingway’, ‘La neblina del ayer’ y ‘La cola de la serpiente’. También es autor de ‘La novela de mi vida’ (2003) y ‘El hombre que amaba a los perros’ (2009). Además del Premio Nacional de Literatura y del Premio de la Crítica Literaria de Cuba, Padura ha sido reconocido con galardones como el del Café Gijón, en 1995; el Hammett, en 1997, 1998 y 2005, y el de la Asociación Internacional de Escritores Policiacos. Poseedor de la Orden de Artes y Letras de Francia, tiene además los premios Francesco Gelmi di Caporiacco 2010, Carbet del Caribe, el Prix Initiales y el Prix Roger Caillois, así como el galardón a la mejor novela negra de las letras italianas Raymond Chandler. ‘Aquello estaba deseando ocurrir’ es su última libro, una antología de cuentos.