Colombia ha vivido en el último siglo una intestina guerra interna. Literalmente, no alcanzamos a percibir el horror de la muerte, porque con negación nos acostumbramos a ella, somos indiferentes frente a miles de: viudas, huérfanos, mutilados, desaparecidos forzados, masacres, muertes de líderes sociales, falsos positivos, guerrilla, paramilitarismo, narcotráfico, delincuencia común, y, a una maraña de actos bárbaros permeados por la corrupción, nefasto eje transversal que ha infectado todos los estamentos de la sociedad colombiana.

También nos hemos acostumbrados a convivir con clanes o carteles: políticos, de los soles, de la contratación, de la hemofilia, del narcotráfico, de la toga, de las entidades públicas y privadas, y de todo tipo de asociaciones delincuenciales, incluidos los de “Cuello Blanco”, a esos que eufemísticamente se les ha llamado, “Gente de Bien”, que van mutando con el único fin de robar los recursos del Estado o sencillamente con el objeto de satisfacer los más bajos instintos personales, bajo la apariencia del respeto a la ley.

De tal suerte, que hemos sido calificados con razón en el contexto internacional, como un Estado: narco, paramilitar, corrupto, violador de derechos humanos, inviable, peligroso, violento e inequitativo, que compite con el lastre de países del tercer mundo, llegando incluso a ocupar los primeros lugares de miseria, desidia de la administración y de percepción de corrupción.

Así no nos guste, nos sintamos ofendidos o sigamos en la negación de nuestra triste realidad, en el exterior crudamente nos ven de esa manera. Nuestra cultura de la ilegalidad ha traspasado fronteras. Algunos explican el ser proclives a la ilicitud, a un defecto en la “materia prima” de la que “está hecho” el colombiano. Otros, más audaces, plantean figuradamente que, la corrupción debe mirarse como un defecto de consanguinidad.

Considero que tales opiniones son respetables como discutibles. Sin embargo, sin duda uno de los problemas más graves que adolece históricamente el país es la violación de los Derechos Humanos, por parte de todos los actores, sin excepción alguna, del conflicto interno armado, circunstancia que también nos ha ubicado en los primeros lugares de países violadores de derechos.

La diferencia de una sociedad desarrollada de una barbará es precisamente la protección de los Derechos Humanos como garantía esencial de todos los conciudadanos.

Para ello, el Pacto de San José, del cual hace parte Colombia, en su artículo 33 establece que son competentes para conocer de los asuntos relacionados con el cumplimiento los compromisos contraídos por los Estados Partes en materia de derechos humanos: a) la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, y b) la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

La Comisión promueve la observancia y la defensa de los derechos humanos. La Corte conoce cualquier caso de violación de Derechos Humanos de los Estados Partes. Es decir, la primera investiga y la segunda juzga a los Estados no a las personas o funcionarios. Siendo así es positiva para Colombia, en las condiciones históricas y actuales de violación de Derechos Humanos, la presencia de la C.I.D.H