Inestable e irreversible, así como se perfilan los eventos que nos demuestran que todo es impermanencia y somos simples mortales sujetos al cambio, sentimos que se nos fue el 2014. No quedan sino vestigios de los afectos, lo demás, pareciera incorporarse a la neblina de la memoria banal desprovista de pasiones y sucesos insustanciales que enmarcan año tras año nuestra transitoriedad, en la cual, bajo una cifra consecutiva, se archiva la cotidiana supervivencia que no es más que el desperdicio paulatino de la vida.

Entonces, todo tiene el tinte de fatalidad que manifiestan las cosas predecibles, y surgen esas nostalgias que acompañan sin remedio el cierre de cada ciclo. Sin embargo, el universo nos sorprende con fenómenos que evocan la fascinación vital. A mediados de diciembre las Gemínidas, la lluvia de meteoros con que tropieza anualmente en su órbita la Tierra, nos pusieron en contacto con lo sobrenatural, con esa noción de cosas mágicas que resulta imprescindible a la hora de enfrentar un nuevo comienzo.

Así fue como, ad portas del 2015, de cara al cielo infinito y rumoroso que identifica al Caribe en estas fechas, me dispuse a ver pasar la lluvia de estrellas. No pudo la imperturbable anchura cósmica sembrar el escepticismo y me puse en modo espera, que es el modo de la fe y de la confianza; el modo de disponerse a los milagros que tanto desestimamos. Cuando la primera línea anaranjada atravesó mi campo visual yo ya estaba navegando en un mar de reflexiones y propósitos. Ya había resuelto vivir el 2015 aceptando la absoluta coincidencia de infinitos que vinculan al interior del cuerpo humano con el espacio exterior, ante los cuales el tiempo se presenta como un invento mental. “¿Por qué corres? El tiempo que perdiste no va delante de ti, tampoco quedó atrás, va contigo hasta el final de los tiempos” escribió alguna vez el mamo Menjabin de la comunidad Arhuaca de la Sierra Nevada de Santa Marta. Cuando mi experiencia terminó, había visto siete líneas desprenderse de la nada hacia la nada y tenía la sensación de comenzar a comprender lo inconmensurable.

Pues bien, así llegué a enero aunque pronto otros sucesos terrenales volverían a recordarme que, si hay algo inconmensurable y palpablemente incomprensible, es el universo que cobija las ideas y las creencias, y la estrecha -a todas luces primitiva- facultad para aceptar las diferencias que tenemos los humanos.

Lo prueban los actos de terrorismo perpetrados en París, la ciudad donde se firmara en 1948 la Declaración Universal de Derechos Humanos, cuyo artículo 19 dice “Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.”

Por desgracia, no se trata únicamente de París. La violencia está presente donde quiera que se trate de opinar exponiendo las diferencias. Una lluvia de amenazas real y perturbadora embiste constantemente, por ejemplo, desde las redes sociales, y la aceptamos con indolencia encubridora.

berthicaramos@gmail.com