En una entrevista reciente, el prestigioso analista internacional Moisés Naím dijo: “una de las grandes perplejidades de quienes seguimos a Colombia es la brecha que hay entre el progreso de los últimos años y el pesimismo que reina entre sus ciudadanos”. Algo similar se desprende del artículo de portada de Semana de hace 15 días, que advierte que el país puede estar ante una “tormenta perfecta”. Es comprensible el desconcierto de los observadores. A juzgar por los indicadores agregados de la economía y por las cifras que muestra el gobierno, Colombia pasa por su mejor momento en al menos dos décadas. ¿Cuáles son, entonces, las razones de nuestro pesimismo?
Hay que comenzar por delimitar el alcance de nuestro milagro económico, que hoy por hoy se explica casi exclusivamente por el éxito de un sector de la economía, la minería. Nos ha ido tan bien en ese campo que ella sola ha bastado para incrementar las exportaciones y las cuentas nacionales. Pero la otra cara de la moneda es que el resto de la industria el año pasado tuvo un crecimiento de cero, y este año pinta igual. Los dos fenómenos están relacionados: la enfermedad holandesa conecta el boom minero-energético con la desindustrialización y los paros agrícolas que hoy tienen en apuros al gobierno.
En materia de seguridad, uno de los logros innegables de la última década, es cierto que hoy podemos mostrarle al mundo una gran reducción en nuestra tasa de homicidios. Sin embargo, eso se logró gracias a desmovilizaciones que desactivaron la guerra en el campo, pero trajeron el crimen a las ciudades. En Colombia hoy asesinamos menos que antes, pero paradójicamente la población urbana nunca se había sentido tan desprotegida. Y como vendrán más combatientes a las ciudades una vez se firme la paz con las Farc, es de esperar que ese efecto se amplifique.
La corrupción y la ineficiencia, que tanto afectan el estado de ánimo nacional, son otro gran problema. En eso el colombiano siente, con razón, que estamos igual o peor que antes. El Estado se percibe lánguido, politiquero e ineficaz, y cuando por fin actúa lo hace por medio de improvisaciones erráticas.
Para completar el panorama, mientras que las ganancias de los sectores a los que les va bien se concentran en pocas manos —políticos, multinacionales y uno que otro yuppie—, los efectos nocivos del crecimiento desequilibrado los pagamos todos: revaluación de la moneda, que está acabando con las exportaciones, burbujas inmobiliarias, congestión vial, caos urbanístico y contaminación ambiental, que ya no afecta sólo el paisaje sino la salud de la población. Nuestras instituciones políticas, económicas, ambientales y, sobre todo, nuestro subsahariano sistema judicial, no estaban preparados para jugar a ser una nación rica en recursos minerales. El resultado es que estamos creando un país próspero —una prosperidad acotada, relativa, engañosa—, pero invivible. La verdadera brecha que hay es entre la imagen oficial y la realidad.
Este es, amigos, para adaptar una frase de García Márquez, el tamaño de nuestra inconformidad. O, para usar el lema de la campaña de “marca país” que está de moda: ¿En qué lugar del mundo el crecimiento económico va acompañado de caos, injusticia y deterioro? La respuesta es Colombia.
Por Thierry Ways
@tways / ca@thierryw.net