Hace poco fui invitado a una charla acerca de la importancia de la innovación. Colado silenciosamente entre un grupo de profesionales de alto nivel o decision makers, como prefieren llamarlos en ciertos círculos, escuché a un aplomado ejecutivo decirle al conferencista que en una sociedad como la nuestra, la innovación era imposible. En el mejor de los casos podíamos imitar, con mayor o menor fortuna, las innovaciones del mundo desarrollado. Esta afirmación, revestida de un determinismo casi trágico, me sumió en un extraño viaje mental que me condujo desde el cómodo y elegante recinto, a las convulsionadas calles parisinas durante el histórico mayo del 68.

En aquellos días, las calles de París se llenaron de estudiantes decididos a cambiar el mundo. El mundo no cambió de la manera esperada y mucho menos de inmediato. Pero muchas de las batallas ganadas o en progreso, hoy en día, en torno a temas como la ecología, los derechos de la mujer, la educación, la liberalización de las costumbres, la democratización de las relaciones sociales y los derechos humanos, son el legado de millones de personas, del mundo entero, que han soñado con un mundo diferente, estimulados en gran medida por el asombroso estallido parisino.

El malestar generacional y las ideas transformadoras convirtieron las paredes de la capital francesa en su vehículo transmisor más efectivo. Una de las frases más recordadas, estampada en los muros de París, fue “La imaginación al poder”. Una declaración inspirada en ideales surrealistas, que promulgaba, como André Breton, que la imaginación es lo único que nos permite conocer lo que podemos llegar a ser.

Lo que podemos llegar a ser, es mucho más complejo que lo que debemos o tenemos que ser, preceptos castradores usualmente ligados a intereses o doctrinas. Nuestra educación, y gran parte de la educación del mundo, está tan preocupada por lo que debemos o tenemos que ser, que olvida las infinitas posibilidades que habitan en todos y cada uno de los individuos. Los padres, preocupados por la futura supervivencia de nuestros hijos en un mundo competitivo y voraz, pretendemos asegurar su subsistencia entregándoles herramientas obsoletas o, en el mejor de los casos, insuficientes.

Como padre y como docente universitario, he sido testigo de primera mano de una concepción generalizada de la educación que aniquila la imaginación, la desestimula y hasta se mofa de ella. Tener imaginación es cosa de niños y por supuesto, debe ir desapareciendo a medida que el alumno avanza en su vida escolar. Ni hablemos entonces de algunos campus universitarios, en donde la “sapiencia pragmática” de maestros prepotentes y alumnos adoctrinados, señalan con sorna a los “soñadores”, para aplaudirlos después, claro está, si por aquellas cosas de la vida y la persistencia, estos valientes llegan a ser ungidos con el agua bendita de la fama y el éxito.

El “músculo de la imaginación” se atrofia cuando no se usa. Y aunque no existen los casos perdidos, para muchos adultos resulta una labor titánica ejercitarlo. Es por eso que debemos incentivar una educación en la que la imaginación sea protagonista, desde la infancia. Una educación en donde la oposición entre imaginación y razón, entre altas y bajas facultades, entre pensamiento poético y científico, no exista, como proponía Marcuse.

¿Somos capaces de imaginarnos una sociedad que estimule, proteja y cultive la imaginación? Vuelvo de nuevo a las paredes de París, aquel mayo del 68 que no viví, pero me imagino. Un grafiti hecho en letra imprenta, en una de las paredes de la Sorbona, dice: “Seamos realistas, pidamos lo imposible”.