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Hace ya bastante tiempo, el filósofo, economista y sociólogo alemán, Max Weber, planteó una dicotomía fundamental acerca del más importante de los ejercicios democráticos: la política. Se vive para la política o de la política.

No se trata de un ingenioso juego de palabras. Un ciudadano que vive para la política es alguien a quien le asiste una motivación superior, una decisión desinteresada de servir a su comunidad, una vocación. Por el contrario, la persona que decide vivir de la política antepone sus propios intereses a los del público, oficia como un vendedor de trabajo, es un profesional.

En Colombia, la mayoría de los funcionarios del Estado son profesionales de la política, viven de ella, comen de ella, se sostienen a sí mismos y a sus familias con los ingresos que devengan como ministros, senadores, presidentes, diputados, concejales e, incluso, como fiscales, procuradores y magistrados. 

Y esta dinámica, que a todos nos parece normal, es, en el fondo, la demostración más fehaciente de lo pervertido que está el servicio público. Conjugo el verbo pervertir en su segunda acepción: perturbar el orden natural de una cosa, porque es eso precisamente lo que han conseguido nuestros políticos profesionales al concebir su tarea de servicio como un modo de vida, como si fuesen médicos que pasan del consultorio a la clínica, ingenieros que pasan de una empresa a otra, futbolistas que pasan de un equipo a otro durante toda su vida. 

Sobre esa concepción, manifestada en gente que se aferra al poder porque fuera de él no puede educar a sus hijos, hacer el mercado, pagar las cuentas, comprar su ropa, irse de vacaciones, es que se construye el tráfico de conciencias, la indolencia, la corrupción, el olvido de las ideologías, la imposición del pragmatismo salvaje, la incapacidad de pensar primero en el pueblo que dicen representar.

Algunos de los más consuetudinarios profesionales de la política afirman que esa anomalía se cura nombrando en los cargos del Estado a los llamados “tecnócratas”, que son, según las buenas lenguas, personas ajenas a la política, en virtud de que no participan en procesos electorales. Los defensores de este remedio olvidan que el ejercicio público es en sí mismo un ejercicio político, aunque no sea electoral: los funcionarios les reportan a políticos, ejecutan planes diseñados por políticos, transan con los políticos que hacen las leyes y, además, no pueden separar, porque es imposible, sus intereses profesionales y laborales de sus actuaciones –algunas veces temporales– privadas. Los ejemplos abundan: un fiscal poderoso que ha representado a empresas y personas que eventualmente tiene que investigar, un ministro que entra y sale del ejecutivo, y mientras lo vuelven a nombrar hace negocios usando información y normas que ayudó a recabar y promover, por solo nombrar dos casos emblemáticos que padecemos hoy mismo.

Resulta penoso entender que no hay mucho que podamos hacer para revertir esta situación, y que encontrar funcionarios que vivan para la política y no de ella, es una pretensión inalcanzable, una utopía, un sueño. 

@desdeelfrio

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