Hablar de muertos se ha convertido en el ejercicio cotidiano de este país indolente y malsano. Y cuando las víctimas son personas humildes e indefensas, que trabajan defendiendo los intereses de sus comunidades en contra de las fuerzas terribles que se valen del anonimato y las motivaciones confusas para perpetrar sus canalladas, la comidilla es aún más frecuente.
Más de un líder social asesinado cada día en apenas tres semanas de 2020 es una cifra que pondría a temblar a cualquiera. Pero no a los colombianos. Nosotros ya sabemos que la muerte es parte de nuestro talante, de nuestra cotidianidad, de nuestro paisaje.
Estas 19 personas muertas no le importan a nadie, al menos no después del protocolario espacio -cada vez más pequeño- que se les dedica en los periódicos y noticieros. Es una muestra más de nuestra insólita manera de enfrentar la moralidad implicada en el sencillo concepto de la vida, en el valor de proteger, por sobre todas las cosas, el derecho que tenemos todos de permanecer respirando.
Y si los hombres y mujeres baleados, torturados, decapitados -por nada y por todo-, representan lo peor de nuestro precario carácter, el hecho de que el aparato de seguridad del Estado haya sido incapaz de establecer un patrón, una motivación y unos responsables, resulta aún más inmoral que nuestra normalización de la violencia. Mientras los líderes sociales caen como moscas, el presidente, los ministros, los generales, anuncian investigaciones, niegan, una y otra vez, el carácter sistemático de los homicidios, programan tardías e inútiles visitas a los territorios en los que la gente comienza a retomar su tráfico cotidiano del miedo, y demuestran su incapacidad para protegerlos, para garantizarles su seguridad, para encontrar y judicializar a los culpables y conocer sus reales motivaciones.
Es el mundo al revés: las víctimas anunciadas se mueren a pesar de las advertencias, las evidencias y las peticiones de auxilio; el gobierno no cumple con su obligación de impedir esas muertes aunque se vengan venir con meses de anticipación; los sicarios se pasean por pueblos y veredas con la seguridad de que no les pasará nada; y los que dan las órdenes, quienes deberían ser el principal objetivo de la justicia, permanecen en una impunidad que raya en el delirio, sin que nadie parezca interesado en conocer por qué y para qué.
Son muchas las infamias que se juntan para darle forma a este siniestro panorama de sangre e indiferencia. Son muchas las deudas que tenemos todos con los seres queridos de los caídos en el desigual combate por la paz y la justicia social. Son muchos los escrúpulos que aún nos faltan para levantar la voz -en serio y no solo por un par de días- y exigir que cese una barbarie que no pierde su nombre porque los cadáveres se cuentan por decenas y no por millones. Son muchos los remordimientos que heredaremos a los que queden vivos -a los privilegiados hijos de las ciudades en las que nunca pasa nada- por haber permitido tanto horror con los brazos cruzados.
@desdeelfrio
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