No es la cuarentena, que se repite cada mes desde hace meses, sino la esperanza ilusoria de que, pasados treinta días, el permiso oficial tan esperado para salir todos a la calle funcione como inmunización contra al virus, lo que preocupa. Y eso que en nuestra mente se ha anclado la idea de que no volveremos a ser lo que éramos, ni seremos tampoco lo que queremos ser. La permanencia en el encierro de los treinta días ha devenido en un Eterno Retorno de lo Mismo, que el profeta Zoroastro proclamó en Persia hace siglos como dogma central de su doctrina.

Pero lo Mismo ya había aparecido en el libro del Éxodo con el rostro de la peste, llamada el azote de Dios, y en otro como el Levítico, donde Dios amenaza al pueblo pecador con volverse Él mismo el azote. ¿Cuáles libros se llevaría si tuviera que irse a una isla desierta?, es pregunta que se hace con frecuencia en las entrevistas culturales. Nunca he podido responderla. Me resulta imposible citar unos cuantos títulos, cuando mi imaginación revuela por una biblioteca infinita que nunca terminaría de leer, como lo predijo Borges. No obstante, J.M. Coetzee, premio Nobel de literatura, y, quizás por eso, en “Esperando a los bárbaros”, hace que su protagonista, en plena desolación de las fronteras de un vasto Imperio que debe cuidar, y donde no hay nada que hacer, salvo vigilar, diga que ocupa su tiempo leyendo los clásicos, catalogando sus diferentes colecciones, revisando todos los mapas de la región desértica en donde se encuentra.

Ocupar el tiempo en la lectura, mientras pasa la peste, mientras pasa el azote de Dios, ha sido la respuesta con la que miles de lectores de “La peste” de Albert Camus han convertido su libro en uno de los más vendidos de esta época, según testimonian cientos de libreros. El fenómeno de ventas, dato profano, es mucho menos viejo que la Biblia. Mientras duró la peste negra de 1348, -que se tomó varios siglos en irse y volver-, los lectores del “Decamerón” de Boccaccio se consolaban, y se divertían al mismo tiempo, leyendo los cien cuentos, que duran tres días, en los que siete mujeres y tres hombres huyen del contagio y la pestilencia que se produjeron en Florencia, para refugiarse en una casa de campo en donde comen en exceso, ríen sin fin y sueltan su concupiscencia. Nuestro tiempo tiene trazas de una repetición, -no es tan nuevo como parece-, que en la historia se sucede desde que el mundo es mundo o por lo menos desde cuando se empezó a contar la historia del mundo. Mientras unos viven para contarla, como García Márquez, otros vivimos para leerla.

Es lo que sucede con “El amor en los tiempos del cólera”, que también se lee ahora más cuando los amantes viven separados o se visitan virtualmente. Nuestra curiosidad por saber qué hacían las generaciones que nos precedieron se acrecienta en tiempos tan difíciles como los de las pestes. Incluso algo tan distinto, como leer la historia de Nicolás II, nos asedia cuando se ha sembrado la duda sobre si este Romanov fue el último zar de Rusia. Putin parece su reencarnación.