
El lazarillo de Macondo
Macondo es un lugar en el que se combinan imaginación y realidad. Sin embargo los visitantes de la Feria del Libro de Bogotá hacen largas filas para entrar a Macondo, un lugar en que todo invita a la fantasía: hay una cocina de verdad en la que oficia un personaje de ficción, revivido hoy por unos cocineros de carne y hueso. Melquíades, vivo en el mundo de la fantasía, hoy aparece evocado en un escenario real en el que se aglomeran curiosos que no saben si mirar el taller de los pescaditos de oro o atender su celular.
Gabriel García Márquez dejó pendiente esa pregunta que una niña le hacía a su mamá al entrar al pabellón: “¿qué es real y qué es inventado, mami?”
Parece haber una contradicción en el García Márquez que afirmaba, rotundo, en un taller: “Si le cambias el color de los ojos a tu personaje, pierdes la crónica”. El que habla ¿es el mismo que narra la ascensión a los cielos de Remedios, la bella, después de tomar una taza de chocolate? ¿Cuándo está mal alterar un detalle de la realidad y cuando está bien crear realidades? Ese cazador insomne de sus propios gazapos es el que puebla los cielos de mariposas amarillas y hace levitar al cura. Esa convivencia de lo fantástico con lo real podría ser una explicación demasiado fácil del atractivo de la prosa de García Márquez. Tiene que haber algo más, precisan los gabólogos que escudriñan sus textos en busca de la clave.
Los que han leído sus crónicas desde el Chocó se llenan de preguntas ante el reportero que fue enviado a cubrir un paro que ni había, ni se había pensado. Entonces se dedicó a recorrer poblaciones y barrios y a escribir crónicas de lo que oía y veía. Pocos días después, publicadas puntualmente en El Espectador sus notas de corresponsal, estalló el paro.
¿Qué había sucedido? ¿El periodista había creado el paro? ¿Qué había sido real y qué de ficción en ese paro? ¿O se trataba, más bien, de una realidad que estaba latente y que las informaciones del enviado especial habían hecho emerger?
Más allá del simplismo que reduce el problema a los dos extremos de verdad o mentira, de modo que lo que no es verdad forzosamente es mentira, hay una tercera dimensión que es la de lo real pero mágico.
El telegrafista, padre de Gabriel, fue irreductible: “Gabito era un mentiroso”. Los gabólatras lo declaran vidente; les basta verlo en esa foto de bebé con ojos de alucinado. No es lo uno ni lo otro. En el gran escritor se da una conjunción de mirada y de expresión. Ve lo que el común no alcanza a ver. ¿A quién se le ocurre ver las cataratas del Niágara perfumadas con sándalo como resultado de una inversión alterna del dinero que el mundo gasta en armas? Es una comparación que logra el poeta de lo real. El marinero Velasco, que reclamaba las regalías del “Relato de un náufrago”, perdió el pleito cuando, exigido por el juez, redactó en un párrafo lo que sucede cuando las olas mueren en la playa. Al comparar con el texto de García Márquez la diferencia no fue de técnicas de redacción, sino de mirada. La del escritor es otra manera de mirar.
Esa mirada distinta descubre en lo real lo que otros no ven y cuando lo muestra crea la sensación de que se extravía por el mundo de la fantasía, pero no es así; solo han puesto la fantasía al servicio de lo real.
A los realistas les pasa lo que a los científicos vanidosos: creen que su conocimiento agota la realidad.
Hombres como García Márquez les sirven a los lectores como el lazarillo al ciego: lo guían por senderos y entre maravillas que sus ojos muertos no pueden ver.
Jrestrep1@gmail.com.
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