El Heraldo

El estiércol del diablo

¿Ha visto usted alguna mina de oro? Si lo ha hecho es seguro que lo golpeó el contraste entre lo que llevaba en su imaginación y lo que sus sentidos le mostraron.

Cuando se habla de una mina de oro se multiplican las imágenes de esplendor, de abundancia, de ilimitada prosperidad. Cuando uno llega a la mina todo luce distinto. La que vi desde el aire me dio la imagen de un enorme queso perforado con decenas de agujeros entre los que se movían, como insectos los mineros. Una vez en tierra me encontré con los trabajadores del oro cubiertos de barro y suciedad que trabajaban con baldes o platones, el barro o la arena que esculcaban minuciosamente en busca de los destellos del metal. Por los agujeros descendían colgados de una polea que se accionaba desde la boca del pozo hacia un abismo oscuro que iluminaban con la lámpara de tungsteno que llevaban amarrada a la frente. Después se les veía emerger, sudorosos y embarrados, con el metal que habían extraído. Venían sedientos, hambrientos y cansados en busca de algo más útil que el oro: un buen vaso de agua y un plato de comida.

Tan engañosos como las minas, son los usos que se le están dando al oro.

El gobierno y los pescadores de san Andrés han creído resuelto el impacto negativo del fallo de La Haya, con un subsidio de $1.800.000 mensuales durante los próximos seis meses. El efecto de la medida habría sido previsible para alguien menos deslumbrado por el brillo del oro. Se multiplicaron los pescadores; hoy cualquiera posa de pescador curtido, porque así se pesca un subsidio. Y los pescadores de verdad dejaron de serlo porque con casi dos millones de pesos en el bolsillo uno se puede ahorrar la fatiga de unas jornadas de pesca.

Las autoridades de policía también creen en el poder del dinero. Casos como el secuestro de un bebé, o un asesinato atroz, o un atentado terrorista ya no estimulan las profesionales operaciones de investigación porque se apela, como a una fórmula mágica, a la recompensa. Junto con la noticia del delito, los de a pie nos hemos acostumbrado a oír la coletilla: “La Policía (o el alcalde , el gobernador o el gobierno nacional) ofrece una recompensa de x millones a quien ofrezca información…etc, etc. Así la capacidad investigativa de los cuerpos policiales ha disminuido en la misma proporción en que el oro la reemplaza.

Cuando el fiscal denunció, indignado, la existencia de un cartel de testigos, le dio un nombre eufemístico al fracaso judicial logrado por el oro. Comenzó con los beneficios judiciales por la colaboración con la justicia, una elegante manera de referirse a la compra de informaciones; los fiscales y los defensores, con más estética, pagan testigos dispuestos a recitar el libreto que se les ponga delante. Así los jueces no tienen que investigar como antes y los abogados se ahorran el tiempo y el esfuerzo para estudiar, investigar y consolidar un caso. Para comprobar ese poder corruptor del dinero en la justicia, basta mirar el próximo capítulo del caso Colmenares.

Y lo que era una bella fiesta al aire libre, en la que se admiraba la habilidad y perfección del juego del futbol, se mantuvo así hasta que el oro volvió turbio todo lo que tocó en las canchas. Comenzó con los casos aislados de los árbitros comprados, fue más grave lo de los jugadores y los equipos comprados para dejarse ganar; al generalizarse la práctica, ahora la Interpol tiene en sus manos la denuncia contra apostadores que contaminaron con su oro 400 partidos en 15 países en que los delincuentes obtuvieron 8 millones de dólares.

San Jerónimo, traductor de la biblia, asceta y santo fue realista cuando habló del dinero como el estiércol del diablo. Y tenía razón, como lo demuestran los casos mencionados arriba. Cada uno es prueba de que el oro no es solución, porque todo lo que toca lo vuelve mierda.

Por Javier Darío Restrepo

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