Los latinoamericanos sufrimos de un optimismo peculiar, que a veces raya en la ingenuidad. Digo bien ‘los latinoamericanos’, pues me consta que no en todas partes es así. Hay culturas en las que las personas van por la vida con una sana incredulidad que las protege, en alguna medida, contra las palabras de los demagogos, las cursilerías de los medios o las promesas bienintencionadas, pero con frecuencia desacertadas, de la tecnocracia. Nosotros, en cambio, y aunque la realidad no suele darnos motivos para serlo, podemos ser inmoderadamente optimistas.
Lo digo a propósito de la elección de Mauricio Macri a la Presidencia de Argentina, una bienvenida victoria que le puso fin a 12 años de gobierno de los esposos Kirchner, un régimen ramplón, autoritario, pro-chavista y, en lo económico, insensato. Uno de los primeros anuncios del presidente electo es que pedirá la suspensión de Venezuela del Mercosur por violaciones a la democracia. Eso llevó a que muchos vaticinaran el comienzo del fin del “socialismo del siglo XXI”, y a que anunciaran que una ola democrática subiría desde el sur y barrería con los populistas de izquierda de la región.
Esta vez quiero estar del lado de los optimistas. Pero no será fácil que se cumplan sus esperanzas. La victoria de Macri es la mejor noticia política reciente del continente, pero será difícil que tenga eco en los demás países, inmersos como están cada uno en sus propios líos. Al propio Macri le tocará lidiar con la catastrófica economía que le dejó Cristina Fernández, lo que le da poco margen de maniobra para llevar a cabo reformas urgentes. Y en las dos dictaduras exportadoras de socialismo, Cuba y Venezuela, la horrible noche no cesará por ahora. Nicolás Maduro ya advirtió que desconocerá los resultados de las elecciones del 6 de diciembre si le son adversos, y que la revolución entraría en una “nueva etapa”, lo que quiere decir que se volverá más represiva y autoritaria. Esta semana fue asesinado un candidato de la oposición.
¿Y Colombia? Colombia ha andado en contravía de sus vecinos. Cuando la región viraba hacia el socialismo, liderada por Chávez, Morales, Correa y el fantasma del Bolívar marxista inventado por ellos, el gobierno de Uribe nos mantuvo a salvo de esa corriente perversa. Hoy que la región comienza, ojalá, a sacudirse las pulgas del populismo de izquierda, parece que nuestro péndulo se mueve, otra vez, en la dirección opuesta. Las instituciones del llamado ‘posconflicto’ y la participación en política concedida a los representantes de la guerrilla favorecerán, sin lugar a dudas, a los movimientos ideológicos afines al chavismo y al Foro de São Paulo.
Sin embargo, no estamos condenados a repetir los errores de nuestros vecinos. Su mal ejemplo nos debería haber vacunado lo suficiente contra sus ideas como para permitir que se implanten entre nosotros. Tampoco estamos condenados a repetir nuestros propios errores: para que sea legítima, la resistencia contra esa izquierda retrógrada debe hacerse exclusivamente por vías democráticas. Pero debe hacerse. Argentina se acaba de salvar (por un estrecho margen, no hay que olvidarlo), pero las experiencias de nuestros otros vecinos nos enseñan que cuando el populismo llega al poder, procura quedarse para siempre.
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