Si la hipocresía, de acuerdo con su etimología, alude al acto de cubrirse con una máscara para ofrecer un aspecto distinto, como sucede en el teatro, las reacciones frente al caso del toro muerto en una corraleja fueron hipócritas.

Algún caricaturista lo puso en evidencia cuando publicó la misma imagen del toro muerto, o para aplaudir la faena artística del torero que le había hundido la espada hasta la empuñadura; o para horrorizarse porque unos borrachos lo habían apuñalado. Llámese arte o salvajada, el hecho es el mismo: un toro muerto por una o varias cuchilladas para satisfacción de un público culto, achispado por la manzanilla o por el brandy, que va a ver quién es más hábil con sus armas: el toro con sus afiladas astas, o el hombre con su espada. Todos tienen por cierto, y tal es su expectativa, que uno de los dos morirá o quedará gravemente herido, de lo contrario la corrida será un fiasco. Lo mismo sucede en la corraleja: solo que allí en vez de manzanilla se bebe aguardiente, ron o cerveza y que en vez del brillante traje de luces, son hombres vestidos como cualquiera los que desafían con mantas al toro; pero su expectativa es parecida: o muere el toro, o acaba reventado alguno de los toreros. Si eso no pasa, la corraleja es un engaño.

Los dolientes del toro apuñalado se cuidaron muy bien de mantener intacto el hecho radical: la crueldad, similar a la de los emperadores romanos que distraían al pueblo en el circo con los combates a muerte entre gladiadores, o del gladiador con la fiera; o la de los promotores de peleas de perros o de gallos. La crueldad, la insensibilidad ante la muerte de un ser vivo, la muerte convertida en espectáculo, es lo que no padecen o no quisieran ver los que se ponen la máscara de civilizados para condenar a los borrachitos de la corraleja y dejar tranquilo al respetable de la plaza de toros.

También se pusieron máscara los defensores de la niñez y los medios de comunicación escandalizados por el desfile de unas niñas en vestido de baño, cuando acababan de dejar el pañal, en un evento que si no fuera por la presencia del público podría ser un anodino juego infantil.

Sobre la alcaldesa de Barbosa y sobre los padres de familia cayó una condena pública. Tronaron las redes sociales, razonaron ceñudos los columnistas, los comentaristas de radio y televisión se rasgaron las vestiduras, pero no se vio ni se oyó mención alguna a las raíces del problema.

Los padres de familia son buenas gentes manipuladas por la publicidad y los medios de comunicación que a todas horas les han insistido y persistido que la mujer debe ser bella, que hay cosméticos que la hacen bella, que la mujer es su cuerpo, que el triunfo en la vida lo da un cuerpo como el que exhiben las reinas de belleza, las modelos, las presentadoras de espectáculos, las mujeres de éxito. ¿Qué de extraño que esas sencillas amas de casa deseen todo eso para sus bebés?

Esos desfiles son la expresión de una cultura creada por la publicidad y los medios, y la investigación del ICBF debería dirigirse a esa causa. Lo otro es hipocresía, máscara que impide ver el efecto destructor y de tontería colectiva de esa trivialización de la mujer que los medios y la publicidad han introducido como parte envenenada de nuestra cultura.

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