El Heraldo

De mis parientes los Troconis, a Chávez, Caracas, Caracas

A Eduardo Verano De La Rosa, amigo de infancia.

La tercera vez que fui a Caracas, Piero cantaba: ‘Caracas, Caracas, El Avila, el baile…’ Y era así exactamente: una ciudad bellísima, de clima amoroso, ubicada en la mitad de un valle, que respiraba felicidad, amistad, bacanería ¡Cónchale!, ¡vale!, ¡mi pana!, ¡familia!, Jairo Paba, eso viene de allá. Una especie de  Miami de América Latina, pero con el toque europeo que le daban los portugueses y los italianos. La primera vez en mi vida, por cierto, que escuché el apellido Troconis fue como el de una familia financiadora del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas.

En 1967, cuando el terremoto del 29 de julio, un niño de nueve años, que viajaba por carretera desde Cúcuta, con su madre y su hermano mayor, vio el cerro de El Avila sembradito como un jardín por las luces de las rancherías, parecía un pesebre. Más tarde, cuatro treinta de la madrugada, aquel niño sonámbulo –oye, que ese pela’o era duro de dormir, como yo–  se quedó en estado de éxtasis místico cuando el taxi enrumbó por El Pulpo y La Araña, dos superautopistas que nada tenían que envidiarles a las de Estados Unidos. 

Era gordito, con chinita, aunque nadie crea, blazer azul turquí, corbata roja, pantalones grises cortos, medias oscuras y boticas ortopédicas, un pechichón manipulador, como yo. Sus ídolos eran ya The Beatles and The Rolling Stones, aunque lo que cantaba era, y es: ‘que traigo una hamaca grande, más grande que el cerro e’ Mako…’, o ‘Cuando tú no estás’, de Raphael. Ay, las primas venezolanas, bellísimas, rubias, ‘catires’, dicen allá: Vilma, Ana María, María Clara y Gabriela –Mono Nacho, primacho, Bud Spencer, ¡abrazos, bro!–, me enamoré, sin ninguna esperanza de ser correspondido, de todas y cada una de ellas. La televisión tenía más de veinte canales, los vehículos que deambulaban, de último modelo, mi abuela Ana María, una mujer feliz. Caracas era la felicidad, hasta que llegó Chávez, el rey de los bárbaros, Atila.

Al lado de Caracas, Barranquilla era una provincia olvidada, llena de prejuicios y prohombres, o sea, prejuicios y prepucios. En Venezuela había divorcio y Concordato desde la época de Bolívar, y aquí las mujeres ni siquiera votaban, más bien las botaban a ellas los prohombres. Aquí llegaste, madre, Ida Josefina, y estudiaste en el Colegio Americano, con Mike Schmulson, con Carolina De Oro, con casi toda la colonia judía de Barranquilla, con Cepeda Samudio. Después, te matriculaste en la facultad de Química y Farmacia de la Universidad del Atlántico. Eso no era común hace sesenta años. Los dioses me regalaron una madre excepcional, que a los diecisiete años me dio a Marcel Proust, mi amigo hasta hoy.

En tu honor, en tu homenaje, en el altar de tu memoria, revelo el secreto que atormentó tu vida innecesariamente, madre adorada. Mi segundo apellido no es Contreras. Familiares italianos Troconis, de Caracas, Venezuela, financiadores del arte, guárdenme una parte, porque este nene cualquier día viaja con una prueba de ADN. Estoy jugando, claro. Ha sido para mí la más feliz de las catarsis escribir esta columna. Con estas palabras abrazo a mis cuatro hermanos mayores, amigos tuyos, Eduardo Verano, hermano de infancia, amigo siempre.

Si quiere conocer el resto de la historia, no se pierda el próximo baticapítulo, a la misma batidora y por el mismo baticanal.

Por Diego Marín Contreras
diegojosemarin@hotmail.com   

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