Mezclar política y religión es un error. Lo era en el pasado y lo es en el siglo XXI, en un mundo como el actual en el que el único modelo al que puede aspirar una sociedad civilizada es el de la democracia liberal que, si se caracteriza por algo, es por el pluralismo (Popper) o, incluso, por el relativismo (Kelsen). Nadie está en posesión de verdad. “Aquí nadie tiene la razón”, se podría decir citando el hermoso dicho que corona la entrada de La Cueva en Barranquilla. La esencia de la democracia no es el voto popular, ni la limitación del poder, ni el imperio de la ley o la garantía de los derechos individuales. La democracia es tolerancia al otro. La democracia es pluralismo, convivencia en un mismo cuerpo social de muchas aproximaciones diferentes a la verdad que se toleran unas a otras, que ceden y acuerdan para convivir. No puede haber morales mejores por naturaleza, ni éticas superiores a priori, ni verdades reveladas ajenas a todo juicio crítico.

Asumir que la propia es la única verdad puede ser aceptable en el ámbito personal, pero no lo es en el público, pues será una mera cuestión de tiempo tratar de imponer dicha verdad a los demás. Si éstos son débiles y el autodenominado poseedor de la verdad fuerte, habrá una tiranía. Si éstos son también fuertes y no desean ceder, habrá una guerra. La democracia, para garantizar la paz y asegurar una convivencia en la que, como dice el lema estadounidense, los muchos sean uno, exige necesariamente a todos sus miembros que acepten, como decía Schumpeter y recordaba Berlin, la verdad relativa de sus creencias, esto es, no dejar de creer en ellas, defenderlas resueltamente, pero aceptar que quizá las de los otros también sean parcialmente correctas, correctas plenamente o, incluso, más correctas que las nuestras.

Los seres humanos optamos siempre por lo sencillo. Por las afirmaciones ajenas a toda complejidad, que nos den paz y descanso. Nos gusta tener respuestas, que no haya dudas, que las cosas sean blancas o negras y que no quepan los grises. Así es la religión y justo así no es la democracia. La democracia es compleja, muchas veces contradictoria, no es estática (como sí lo es el despotismo, en palabras de Bobbio), sino que evoluciona y muta constantemente. La democracia es la ciencia en política. Por ello, mezclarla con la religión no puede salir bien y ha de llevar a la degeneración de ambas.

Intentos, como los que se ven en el presente en Latinoamérica, pero también en Europa, de recristianizar la política son un error. Hijos de la globalización y de los miedos que ésta causa, son parte del auge populista que rechaza la complejidad del mundo actual y trata de refugiarse en lo sencillo y maniqueo. Este renacimiento religioso le hace un muy flaco favor a la democracia, pero tampoco ayuda al Cristianismo, al que mete en un lugar del que sólo saldrá con gran parte de la población en contra y quizá ya definitivamente finiquitado. A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César.