Nelson Deossa es un futbolista silvestre, que hasta los 19 años no tuvo un recorrido en categorías menores. Su formación no vino acompañada por entrenamientos dirigidos, métodos, aprendizajes, correcciones. No fue producto de un proceso. Él fue llamando la atención a los que lo veían porque su relación con la pelota era muy amigable: la dominaba, la transportaba y con ella eludía rivales y remataba con potencia.
Pero en aquellos años y luego en los equipos profesionales donde jugó no sabía cómo armonizar esas condiciones naturales con las tareas colectivas. Solo se interesaba en desplegar sus habilidades muchas veces en desmedro de la coordinación grupal. Velaba por sus gustos, a veces sus caprichos, como conducir excesivamente el balón y exponerlo innecesariamente en contra de la fluidez y el ritmo que sostienen el andamiaje táctico.
Sin embargo, en medio de ese punto de anarquía que lo identificaba —identifica— en su andar en la cancha, ha ido dándole valor a sus virtudes, porque ahora decide con más criterio. Ahora no siempre hace lo que le gusta, sino lo que necesita el equipo. Sabe mejor dónde ubicarse, y por qué, con y sin el balón. Antes y ahora con mucha generosidad física. Ya tiene más claro que jugar es sinónimo de libertad, pero jugar en equipo es sinónimo de responsabilidad.
Llega a Europa, al club Betis de la liga española, dirigido por el técnico Manuel Pellegrini, un equipo muy coral, donde la idea del toqueteo es prioridad. Allí pondrá a prueba su carácter para adaptarse a una exigencia mayor, su disciplina para integrarse a ese obligado juego asociado y su inteligencia táctica para saber cuándo debe romper esa rutina del pase con una de sus aventuras individuales.