Jermein Peña estuvo casi un año sin poder jugar por una seria lesión. En ese periodo dio muestras de disciplina y constancia para cumplir con su total recuperación. Resistió y se sobrepuso a la frustración de ver competir a sus compañeros desde la tribuna. Se prometió a sí mismo que en el primer partido de este semestre ya estaría listo para estar a las órdenes de su nuevo técnico.

Y lo logró. Por eso sus conmovedoras lágrimas minutos antes del primer partido del equipo ante el Cali, en medio de los actos protocolarios, y al final su agradecimiento recorriendo de rodillas toda la cancha del estadio de Palmaseca. Era la recompensa a su sacrificio.

Tres partidos después de semejante desafío superado, de volver a mostrar su calidad y prestancia como defensa, como si no hubiera dejado de competir un solo día, se hace expulsar irresponsablemente ante el Unión. Cómo no aprendió la lección que le dio su periodo de convalecencia, esa que le enseñó que la lucha fundamental es con él mismo, que su coraje no fue para reclamarle a las circunstancias, sino para no desfallecer.

Que su temple no es para agredir, sino para sostenerse. Ya es tiempo que se convenza de que es un buen futbolista, un defensa difícil de superar y no un zafio, un vulgar peleador callejero. Que no es más ‘macho’ por pegarle al rival, sino por superarlo y no dejar con 10 a su equipo.

Peña ha sido reincidente en estas reacciones. La temperancia no ha sido su aliada. La primera consecuencia que tendrá su desvariada definición de hombría en un terreno de juego es la pérdida temporal de la titular.

A futuro, sino es capaz de modificar esa nociva conducta, puede perder mucho más. Y sería un lamentable desperdicio, porque con sus atributos futbolísticos podría alcanzar cotas más elevadas en su carrera.