Estos días hay un calor de lo lindo en el lugar en la costa valenciana donde estoy pasando unos días de playa. Las personas que llevan muchos años veraneando en la bella Villajoyosa aseguran que no son comunes estas temperaturas tan altas. Pero donde resulta aún más raro este verano es en el norte de Europa, azotado desde hace semanas por una ola de calor extremo. Desde Irlanda hasta Finlandia, las temperaturas se ceban con humanos, animales y paisajes. En Alemania sufren la peor ola de calor desde 2006 y está a punto de sobrepasarse el récord de temperaturas de 40 grados alcanzado hace tres años. En los grandes ríos se ha restringido o prohibido la navegación, y en el Elba el bajo nivel del agua incluso hizo aflorar unos proyectiles de la Segunda Guerra Mundial. Los daños en el campo en toda Europa son aún incalculables, pero los gobiernos nacionales y la Comisión Europea ya se preparan para pagar ayudas multimillonarias.
Hasta hace poco, los europeos creíamos que el cambio climático afectaba sobre todo a otras zonas del planeta y que las olas de calor y frío en el Viejo Continente eran solo algo habitual a lo largo de la historia. Sin embargo, los episodios extremos son cada vez más frecuentes y violentos. Desde mi infancia, no recuerdo tantas tormentas destructivas en mi ciudad natal de Düsseldorf como en los últimos cinco años, con lluvias torrenciales más propias de Barranquilla.
Este verano quizá haya convencido a los últimos escépticos de que el cambio climático es una realidad y que es imprescindible desdoblar los esfuerzos para intentar mitigar sus efectos. Pero en la práctica, las soluciones no son fáciles. En las grandes ciudades de Europa se pretende limitar o incluso prohibir la circulación de coches con motores diésel. El diésel es muy malo para la salud de las personas que respiran sus humos con óxidos de nitrógeno y partículas, pero resulta menos dañino que la gasolina para las emisiones de gases CO² de efecto invernadero. De ahí el dilema. La solución que persiguen los gobernantes es fomentar el coche eléctrico, además del transporte público. Pero buena parte de la electricidad también se genera a partir de fuentes sucias, como los combustibles fósiles.
Bajo el objetivo común de reducir los gases invernadero, los gobiernos europeos toman rutas bien distintas. Francia y Reino Unido siguen apostando por la energía nuclear y construyen nuevas centrales. Alemania, por el contrario, ha decretado el cierre de sus nucleares y España tampoco va a continuar su vida útil más allá de lo necesario. La energía atómica no emite gases invernadero, pero tiene el problema de los residuos y el riesgo de un accidente con consecuencias nefastas. Todo pasa entonces por una apuesta más decidida por las fuentes de energía renovables, como la eólica y la solar, a pesar de que todavía haya voces en la industria que se quejan del alto coste de las tecnologías verdes. Este verano infernal, sin embargo, demuestra que la inacción resultará mucho más cara.
@thiloschafer