Esto de postear en Facebook puede servir de indicador para tema de columna. Últimamente estoy tratando de no ser tan “criticona”, porque en nuestra ciudad la visión crítica es casi un delito social. Pero no me puedo aguantar las ganas de hablar sobre un esperpento barranquillero. La culpa la tiene Facebook.

Estuve de paseo por los lados de nuestra icónica Plaza de la Paz, en un evento que se desarrollaba en La Galería, sitio recientemente adecuado por la Gobernación para poner en escena cuestiones culturales. Antes se me dio por subir y andar por ahí, viendo qué hace la gente en esa mole de cemento que tiene una arquitectura interesante y subutilizada.

Me imaginaba los espacios factibles de ser utilizados en performances públicos, veía grupos de jóvenes ensayando pasos de baile, mientras otros practicaban en sus patinetas. Estaba en el plan de disfrutar el calor de la tarde y los pitos de los carros y querer lo que brinda esta plaza.

Pero se me dañó el amor por la ciudad apenas fijé la vista en un insulto arquitectónico en la acera de enfrente. No podía creer lo que estaba viendo. Un bodrio increíble se explayaba orgulloso de ser un golpe estético directo al corazón. Como si se burlara de nosotros, la ciudad, con una ampolla espantosa, me enrostraba su desazón.

Tomé una foto y la subí a Facebook, ya que me temía que si me ponía a gritar allí mismo, si lloraba desconsolada, me llevarían a un manicomio. Y tenía que volver a La Galería, donde se iba a desarrollar el evento al cual había sido invitada.

Ha sido uno de mis posts más comentados. La gente ha estado igual de indignada que yo. Un escritor me envió su crónica publicada en EL HERALDO en junio del 2015, donde denunciaba el hecho pronto a cometerse.

Y sigue allí, incólume, el bodrio. Y seguirá allí, para recordarnos quiénes somos, cómo pensamos, cómo vivimos.

Se trata de un edificio, uno de los muchos que “adornan” nuestra querida Barranquilla: ladrillo y vidrio. Me dicen que es un parqueadero, pero no lo puedo asegurar. Solo sé que el rectángulo moderno tiene pegado al frente una fachada.

Si, como lo leen. La fachada es un pegoste. No, perdón, el edificio es un pegoste. Un adefesio pegado a una fachada que de todos modos nunca fue muy bonita. Imagino que es un truco típicamente nuestro para aparentar lo que no es. Es decir, debe ser que La Unión Española es un edificio patrimonial y no se podía tumbar. O que, si se reformaba, debía de mantenerse el cascarón.

El caso es que lo que hicieron los geniales arquitectos o constructores en ese preciado lote, es tan estéticamente reprochable que se convierte en un insulto a la inteligencia ciudadana. Es como si nos dijeran: miren lo que podemos hacer a pesar de, en contra de y porque sí, porque se puede.

Cada vez que veo una cosa de estas, las aceras me parecen más espantosas; las calles siempre mojadas de agua de alcantarilla, las más asquerosas; el clima me mete en un refugio casero y no quiero ni siquiera hablar con mis amigos.

Quiero no ver, no entender, no pensar. Quiero soñar con una ciudad que se puede defender de tanto insulto.