Los jugadores de fútbol son los protagonistas centrales del juego. Son la razón de ser. No existe el fútbol por sí solo, sino que existen jugadores que por sus capacidades y talentosa pericia con el balón construyen el fútbol. El amor y el entusiasmo que despierta el fútbol en el mundo entero se debe, en gran medida, a los grandes exponentes que ha tenido, y tiene.
Nos enamoramos del fútbol porque queremos –queríamos– emular a Pelé, Maradona, Platiní. En mi caso no solo a estos, en mi niñez ‘idolatré’ a Víctor Epnahor, el jugador más espectacular que vi en el Junior, luego, cuando la televisión nos empezó a traer el fútbol de otros países, el crak brasileño Zico estimuló mi pasión por el juego.
Años después, cuando focalicé mis paradigmas en los centrodelanteros, mi posición en el campo, ‘Roberto Dinamita’, Nunes y Van basten se convirtieron en mis profesores a la distancia (no fue culpa de tan connotados maestros que el alumno no los alcanzara).
Los jugadores de fútbol son, al tiempo, trabajadores y artistas. Son personas que tienen una especial relación con su ejercicio laboral: son mano de obra y son el producto. Esa doble condición les otorga ciertos privilegios y un trato diferente a otros trabajadores.
Como en general son los favoritos de los hinchas, cuando no sus héroes, se toman algunas licencias propias del narcisismo que les acompaña. Y también, en muchos casos, adquieren poder en la cotidianidad del club, en la convivencia y la gestión del clima laboral.
Particularmente no me espanta que el jugador sea consultado y tenga injerencia en algunas decisiones importantes en el equipo, por su calidad de empleados especiales, porque son los ejecutores finales de la acción que busca el objetivo, pero creo que en las decisiones más importantes no deben tener intervención. Y mucho menos en las trascendentales. Estas tienen que emanar de la directiva, de la filosofía institucional. De la estrategia corporativa, de los valores, del proyecto, los cuales pertenecen a la organización y son derechos reservados a los directivos.
Por lo tanto, estos, aunque no puedan librarse totalmente de su ropaje de hinchas y admiradores de sus jugadores, deben marcar una sana y conveniente distancia. Son sus jefes, no sus pares.
En un club serio, organizado, no se hace lo que los jugadores por simple capricho quieran hacer. Con los jugadores se puede –se debe– consensuar algunas normas para la respetuosa y distendida convivencia, pero nunca el mandato, las directrices y la última palabra pueden estar en cabeza de ellos. El club que no tenga claro esta realidad vivirá en el caos. Y, generalmente, muy cerca al fracaso.