¿De qué me disfrazaré?, ¿de marimonda, de monocuco, de garabato, de pirata, de payaso? Pasadas las fiestas de diciembre se percibía algo especial en el ambiente. Parecía el presagio de una época feliz, de alegría, de fiesta: era la proximidad del carnaval. En mi mente de niño daba rienda suelta a la imaginación, a la fantasía, pensando cómo me disfrazaría este año y lo que gozaría en aquellos bailes infantiles de carnaval. Me imaginaba disfrazado de pirata en esas fiestas, donde quizá conocería a una bella ‘piratesa’ que me cautivara con su belleza y despertara en mí un enamoramiento tempranero. Me parecía estar oyendo nuestra música carnavalera: porros, cumbias, mapalés. Pensaba en la Batalla de Flores y hasta me parecía sentir el olor a confeti, a serpentina, sinónimo de carnaval y única ‘arma’ de niños y adultos de aquella época, para exteriorizar nuestra alegría carnavalera. Y llegado el tan esperado sábado, madrugaba a instalarme en la avenida Olaya Herrera, por donde bajaba y subía de vuelta la Batalla de Flores, para no perderme un solo detalle de aquel evento. Millares de papelitos de colores volaban en el aire, mientras en vano trataba de alcanzar las carrozas lanzándoles serpentinas que se entrelazaban entre sí. No puedo precisar a qué edad empecé a vibrar con el carnaval, a sentirlo, a vivirlo intensamente, pero fue quizá desde antes de nacer, porque es algo inherente a todo barranquillero, algo que llevamos en la sangre y que heredamos de nuestros antecesores. Es nuestra tradición. Y mientras ahora los niños nacen con el ‘aparatico’ bajo el brazo, nosotros, los de antes, nacíamos con el antifaz en la cara y un pito de marimonda en la mano. ¡Que viva el Carnaval!

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