Estuve unos días en las hermosas playas de Pozos Colorados. Había mucha gente, pero también muchos perros que acompañaban a sus amos.

Es comprensible que muchas personas quieran sentirse acompañados de un perro o un gato, pues cada día hay más humanos decepcionados de sus iguales. Porque el hombre, darwinianamente hablando, es el peor de los animales: el más perverso, el más egoísta, el más ambicioso, pero, paradójicamente, con fuertes necesidades de sentir cariño. Y los animales domésticos nos lo dan sin condiciones, sin buscar un beneficio.

Perros y gatos son animales sintientes con capacidad de darnos cariño, aunque también sumisos hacia el poder del amo.

El hombre, ese animal que se adueñó del planeta, que lo ha trasformado y se ha apropiado de todo lo que existe, solo han permitido la existencia de los animales domésticos o domesticados. Los otros, aquellos salvajes e indómitos, han sido aniquilados. Basta el dato del interesante libro de Yoval Harari, Homo Deus, donde nos muestra que en el mundo actual hay 400 millones de perros domésticos y 600 millones de gatos domésticos, y solo quedan 40 mil leones —el rey de la selva— que nunca se sometieron a la domesticación.

Este Homo sapiens domador también ha domesticado a otros animales —como los 1.500 millones de vacas y 20 mil millones de gallinas—, a los que cuida con gran atención para deglutirlos ya sea asados o cocinados de mil maneras diferentes.

Los perros y los gatos no tienen por finalidad volverlos comida, sino darnos afecto, compañía y en algunos casos protección. Con la conciencia ecologista de hoy, la mayoría de ellos viven muy protegidos y algunos de raza fina viven en mejores condiciones que millones de niños.

Esta invasión canina no puede ser considerada un problema. El problema son sus amos. La ley 746 de julio 19 de 2002 reguló la tenencia y registro de perros potencialmente peligrosos. Y todos lo son: “perro es perro” y aunque estén domesticados sus instintos están vivos.

La ley regula la tenencia de ejemplares caninos en las zonas urbanas y rurales del territorio nacional, señalando las obligaciones de sus amos en los aspectos higiénicos, sanitarios, alimentarios y de custodia; y que no produzcan ninguna situación de incomodidad para los vecinos u otras personas en general, o para el propio animal. Y donde se exige que, en lugares públicos, ellos deben estar sujetos de traílla y provistos de un bozal.

Es frecuente ver en nuestros parques, en las vías y lugares públicos, deposiciones fecales de los ejemplares caninos. Y es raro el día que no haya personas mordidas por un perro. Sería bueno que los amos supieran que en esta ley se les multa con cinco salarios mínimos por no portar traílla y diez por no llevar bozal en los lugares públicos.

Pero, más que leyes, debería primar la responsabilidad. Aunque es satisfactorio para algunos convivir en sus hogares con animales domésticos, también se debería respetar el derecho de las otras personas.