Tal y como predijo el filósofo griego Platón, en medio de un guayabo negro, y hace más de dos mil años, la Atlántida, el continente sumergido, está en Sur América. Y es Barranquilla, la verdadera ciudad donde nacimos o nos habituamos a nacer. Y ya que implicamos a la arqueología habría que precisar que así como, debajo de la Troya que descubrió Schliemann, se han hallado al menos otras siete ciudades, bajo esta urbe caótica quillera del presente subyace una gigantesca metrópoli del pasado.
Pero la han sumergido, no los tsunamis ni los maremotos, ni ningún otro tipo de desastre natural –ahí fue donde se equivocó Platón–, para nada, la han inundado, hasta casi taparla por completo, el egoísmo, la codicia, la mezquindad, el mal gusto, la arrogancia, la agresividad, el talante ofídico, como de serpentario, que caracteriza hoy a las relaciones sociales en su conjunto, las pésimas maneras, la mala educación integral, el resentimiento, la envidia, la mala leche, el odio a secas, la maldad en remojo.
También el envilecimiento de los géneros y el amor en nombre de las cifras y sus herejías simbólicas de estatus y poder, el narcisismo de las pequeñas diferencias, el quítate tú pa’ ponerme yo, la premeditación y el cálculo presentes hasta en los saludos, la lambonería rastrera, servil, a los poderosos y el despotismo más inhumano con los débiles, la ética del Complejo R, la estética de lo uniforme y repetido hasta la náusea, el esnobismo vinícola, la ingeniería de las distancias y, en fin, el alcantarillado de una mierda mental, llena de malas intenciones y generalizada, que hiede y contamina el medio ambiente.
Y todo eso en medio de un escenario acuático, surrealista, de patrimonios arquitectónicos en ruinas o abandonados a su desolación como de un día después de la catástrofe nuclear. Peladeros infames, construcciones mal pegadas unas con otras, como en un collage demente, sin armonía ni unidad alguna, en la 72, en la 76, en la misma carrera 51B con calle 79, donde todos, pero que absolutamente todos, los bares y restaurantes, así como el hotel Barranquilla Plaza, invaden, no, qué invaden, anulan por completo el sagrado espacio público, lanzando a los transeúntes a la calle donde los esperan, por supuesto, los raudos vehículos homicidas. Y nada pasa, salvo la inundación de la verdadera Barranquilla que subyace moribunda y habrá de quedar sumergida por completo bajo estas escenografías de la inconsciencia y el total desprecio por los demás.
La Barranquilla de los claros jardines, la ciudad de la conversación en las terrazas, de la acera generosa y llena de niños, de las buenas maneras y la decencia, la ciudad que sabía, y sabe, perfectamente cómo asimilar el progreso y la tecnología sin perder su esencia, invadida y anulada hoy por una especie sui generis de involución urbana que nos ha llevado de regreso, desde las formas más civilizadas de encuentro ciudadano a una moral del Viejo Oeste, al callejón hediondo de una zona de tolerancia. Eso no es ningún progreso.
Esa es una tragedia urbana que dejará a nuestra amada Barranquilla cual Atlántida sumergida.
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