Que el mundo era mejor antes de Internet, que las superautopistas informativas acabarán con los libros y con los grupos de farra. Que el peligro es inminente. Yo no creo. A pesar de que la red soporta una infinidad de interacciones que solo tienen por objeto la adulación o la manipulación, a pesar del despliegue de creencias religiosas, presunciones intelectuales, ostentaciones sociales, defensas animalistas y sofismas ideológicos que presentan las redes sociales, es innegable que también hay excelente información flotando en el ciberespacio. Hay que habituarse a interpretarla. Y si uno –que se ha trepado afanosamente en la nave tecnológica– hace un esfuerzo por comprender que en esa jerga juvenil que nos rechina en el cerebro hay palabras que hoy no tienen el estricto significado que tuvieron en otros tiempos, la cosa puede fluir asombrosamente. En cuanto a mí, prefiero echarme a esperar el hipotético futuro agarrada de los hilos consistentes de la red y tratando de reinventarme conforme ocurren los cambios.

Me causa curiosidad eso que llaman perreo. Para quienes ya tenemos cierta edad tal palabra sugería una obscenidad. Hoy en día es simplemente una expresión que, derivada de un estilo de baile provocador, representa lo que llamábamos antes una recocha o un vacilón. Parece entonces que la primera actualización de los archivos que hemos guardado celosamente hay que hacerla de la mano del lenguaje, con el fin de sacarle gusto a los añitos que nos queden disfrutando del perreo tecnológico.

Sin embargo, la cosa deja de ser puro perreo cuando observamos cómo las redes sociales –por cuanto se han convertido en un espacio de socialización donde no cabe la autocensura– exponen abiertamente la manera en que las nuevas generaciones actúan frente a los hechos que sacuden su realidad cotidiana, y cómo es de indispensable para ellos llevar al ciberespacio esa imagen de sí mismos que resulta imprescindible para establecer lazo social. La cosa deja de ser puro perreo cuando esa imagen comienza a exponer sus pensamientos frente a asuntos de carácter colectivo, y los abstractos cibernautas pasan a ser individuos capaces de suscribir comentarios como estos que transcribo textualmente: “Lo que siempre comento cuando leo estas noticias lástima que no les dieron de baja”. “Para que lo cojen mejor mándenlo de paseo y problema resuelto”. “Palo y plomo pa la rata”. “Balazo y pal rio.” Cero puntuación, cero gramática, cero ética. La pregunta queda abierta: ¿Qué será lo que incita a nuestros jóvenes a exponerse de manera tan impropia? Porque, si los adultos nos tomamos las redes sociales decididos a cargarlas con toneladas de sedimento sentimental, melancólicos saludos otoñales y monsergas religiosas, en cambio para los jóvenes ese lugar de interacción que comparten con millones de personas de todas partes del mundo significa la pertenencia al territorio comunal donde construyen una imagen en la cual quieren ser reconocidos. ¿Por qué se exponen entonces de manera tan impropia? La pregunta es pertinente considerando que muchas veces lo único que estos jóvenes tienen es el perfil registrado en las redes sociales, en ocasiones puro perreo autodestructivo.

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