Es cierto que en el país durante todas las épocas la corrupción se ha visto como lago repugnante que atenta contra los principios y valores, que escandaliza a la comunidad rompiendo los esquemas de una sociedad responsable y equitativa. El fenómeno se agudiza en los países latinoamericanos o, por lo menos, en los que conocemos más de cerca, pero nadie puede negar que en Asia, Europa y Norteamérica también se disfraza de mil maneras para reinar, aun cuando, parece ser, de forma más excepcional, más aislada.

En Colombia es ya parte de nuestra costumbre encontrar la corrupción en todos los niveles y en todas las esferas. No hay gobierno que salga a defender con coraza el fenómeno, que no quede noqueado en el piso, derrotado. Inclusive Turbay Ayala, en un rapto de sinceridad, alegando lo que no podía controlar nadie, se despachó con una frase que al principio causó risa, pero que tiene más de realidad que de ficción: “Trabajemos para reducir la corrupción a las justas proporciones”. Con ello quiso decir que es imposible acabarla, pero que luchemos por controlarla al mínimo.

Hoy día nos parece que tanto en el campo privado, como en el público, la corrupción ha llegado a límites insospechados. Es totalmente cierto que, como una barredora de alto poder, el narcotráfico desajustó las riendas de controles, que la ambición humana desató cadenas, que la Moral, con mayúscula, desapareció no solamente de nuestros textos escolares sino de la mente de los ciudadanos. Hay corrupción en el pequeño vendedor que no te da los vueltos en su venta de arepas, hasta, como lo estamos viendo, el alto funcionario que, desmedido de ambición, cobra miles de millones de pesos de comisión por alterar la adjudicación de un gigante contrato del Estado. En todos los campos, a toda hora, en todas las circunstancias, en las esferas alta y bajas del Gobierno, en la justicia, en el Congreso, en Asambleas y Concejos municipales, en el mundo financiero y bancario, de seguros, de servicios, de salud, de transporte, de educación, de tecnología como vehículo rápido y moderno de manejar redes sin control, en todas partes para donde miremos, para donde enfoquemos la curiosidad o la investigación, ahí encontramos un foco de corrupción.

Es verdaderamente triste manifestar que ni con lupa encontramos en el país una entidad de derecho público que este incontaminada. Es lamentable que en Barranquilla, en la mitad de la calle, a la vista de todo el mundo, con todos los vecinos enterados, por miserables ciento cincuenta mil pesos se obtenga una cédula de ciudadanía y una licencia de conducción falsas. Es ignominioso, pervertido, que un taxista camine por las calles transportando pasajeros con documentos falsos con 108 comparendos burlados. Por eso no debe sorprendernos que en las universidades, cuando a los alumnos se les habla de valores, de moral y de ética profesional, abunda el bostezo, el sueño, el aburrimiento, la desidia. ¿Moral? ¿Qué es eso?, ¿con qué se come? ¿Qué tan lejos vemos el pensamiento de Einstein en el capítulo 19 de su obra Mis últimos años, cuando, refiriéndose a la buena conducta, escribió: “Ningún propósito es tan alto que pueda justificar a mis ojos métodos indignos para lograrlo”? ¿Se estremecerán los cimientos institucionales algún día con alguna clase de revolución que cambie las mentalidades? ¡Qué utopía!