La brisa se despide, los pájaros vuelan entre la hojarasca. En las cafeterías inoficiosas, como si su verborrea fuera definitiva para definir el curso de los astros, pontífices fugaces hacen cábalas sobre quién será el próximo presidente. Quieren que los amen, digo, los dogmáticos y el presidente. Pero yo pienso –¡quieto, Descartes!– que es más decisivo adquirir alguna vez los hábitos de sensibilidad y lectura propios de la formación humanista.
De modo que retorno como los brujos a la reflexión sobre el poder que hace Pierre Legendre, profesor de la Universidad de París, cuya obra leí en el anochecer de los setenta, cuando reinaba el copete de John Travolta, al ritmo de los alaridos de los Bee Gees, cuando Turbay Ayala y el Estatuto de Seguridad sembraban el terror en este país sin libertad, cuando ya éramos primos de Fulanito de Tal y amábamos nuestra sumisión virreinal, como sugería Hernando Téllez hace 50 años.
Pierre Legendre: El amor del censor, publicado en la colección ‘Le champ freudien’, que dirigía Jacques Lacan. En aquel entonces un caro amigo ajedrecista, en la nada retórica de la cafetería de la U, mientras pasaban las chicas plásticas decía impunemente que su novia era la filosofía. El fantasma de Ortega und Gasset se rascaba los juicios sintéticos ‘a priori’ de Kant, y este sujeto histórico, conocido como ‘yo’, se preguntaba en versos perversos: “¿Se tocarán acaso esos novios abstractos, o la Idea, por decir lo menos, los ha vuelto ajenos al plácido entender que otorga el tacto?”
Muchos años después, abrazo reconciliado a la novia etérea de mi amigo. Y observo, en la historia de mi vida y la del país, cómo se propaga la sumisión y de qué mediática manera la gran obra del poder consiste en hacerse amar, y amar, sin libertad. Son muchos los que aman a ‘papá Álvaro’, como otrora la masa amaba al ‘padrecito Stalin’, pues, en estratos muy profundos de la consciencia el sometido encuentra un goce oscuro en su estado de sumisión y la gente siente un fervor profundo hacia quien la somete. Hay todo un simbolismo sexual mal disimulado en estas escurridizas materias.
La libertad es un aprendizaje, pues “la persecución, todo el mundo la quiere” (Legendre). Según él, hay que revisar todos los textos donde los dogmatismos y las censuras perviven intactos, o sea, el ordenamiento jurídico de la Iglesia, que sustenta la Ley en Occidente desde Justiniano, imponente maquinaria burocrática-administrativa-mental que es raíz perpetua de censura. Actitud dogmática que pervive al interior de cada uno, en esa inhumana manía de encontrar faltas y pecados en todas partes, fruto de la cultura católica, que sentenció a Galileo y a Freud, y nos obliga con la culpa a enterrar el conflicto y enmascarar la verdad. Todo eso que quiere transformar, desde sí mismo, el papa Francisco. Ya veremos.
Pero nosotros, ¿cuándo dejaremos de amar a quienes nos someten? Pienso mientras se va la brisa, pero la libertad se queda volando entre la hojarasca del tiempo y el amor, como el mochuelo aquel que Joche se cogió y me lo regaló, no ma’, para la novia mía.
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