Los defensores de lo indefendible, aun ellos que disparan las palabras en lugar de decirlas, como buscando en cada vocablo el estallido de la pólvora que extrañan tanto, tienen el derecho fundamental de opinar lo que les venga en gana.
A propósito de mi columna publicada aquí el viernes pasado, en la que mencioné a los uribistas prófugos de la justicia, los gatilleros verbales del senador trinaron su malestar con vehemencia, con intolerancia y con odio. No me desprecian a mí, un comentarista desconocido, sino a lo que ellos suponen que yo represento: un comunista, castro-chavista y guerrillero, cuyos textos sirven a una causa que pone en peligro los valores fundamentales de la patria. Tal vez la razón los asiste cuando ejercen su derecho a replicar unas afirmaciones que lesionan su sensibilidad ideológica –de las cuales no me retractaré jamás–; en lo que se equivocan es en asociar un comentario de prensa con algún objetivo doctrinario, porque cuando lo hacen convierten su animadversión en un arma vacía de verdad y de sentido. Muchos de los desencuentros que han conducido a nuestro pobre país al presente que padecemos se originaron en el rumor, el chisme y la incapacidad de averiguar quiénes son en realidad los contradictores, de dónde provienen sus convicciones, sus reclamos y sus maneras de expresarlos.
Aquí hemos cultivado una atroz economía del juzgamiento. Si alguien habla mal del paramilitarismo, seguro es guerrillero; si alguien condena la incapacidad administrativa de los gobernantes de la izquierda, entonces es fascista; si alguien critica el reguetón, es un estirado; si alguien denuncia a un cura pederasta, resulta ser un descreído. Tal es nuestra vacuidad, nuestra pobreza intelectual, nuestra mezquindad, nuestra sed de violencia.
En este espacio he escrito acerca de muchas cosas. He dicho que Uribe es un tipo sobrevalorado por sus amigos y por sus enemigos; he dicho que el régimen de Venezuela es un desastre; he dicho que Israel aplasta la dignidad humana de Palestina; he dicho que Estados Unidos es un país que no se merece a su presidente; he dicho que las Farc son una maldición; he dicho que la derecha colombiana es una broma; he dicho que la izquierda colombiana es otra broma; he dicho que nuestra clase media es una caricatura de la tristeza; he dicho que la jerarquía católica hace trizas el mensaje de Jesús; he dicho que vivimos en un mundo que legitima la violencia mientras la condena. Y en muchas ocasiones, ciertos lectores me han matriculado, de una semana a otra, como facho, mamerto, traidor, apátrida, ateo, arrodillado, resentido social e hijo de puta. Algunos creen que las opiniones de una persona deben responder necesariamente a una convicción política inamovible, y se equivocan. La mirada política de la realidad es solo una de las incontables maneras que tenemos para enfrentarnos a su complejidad; todos hacemos política cuando pensamos el mundo, pero eso no significa que lo hagamos agitando un pañuelo de colores por el que daríamos la vida en una reyerta callejera.
No agito pañuelos cuando escribo, lo saben algunos. Los demás, los gatilleros verbales, están ocupados cargando sus armas para la próxima tanda de disparos.
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