Yo también he sido testigo de la violencia. He visto a un hombre atacando a su pariente, machete en mano, en las inmediaciones de una cantina; he visto a un padre castigando la travesura de su hijo con una correa mojada; he visto a un grupo de cabezas rapadas pateando en el suelo a un homosexual indefenso; he visto (todos lo vimos) a una turba asesinando a un hincha en un estadio de fútbol, frente a las cámaras de televisión; he visto a un niño triste porque su mamá no le permite ver a su papá, a causa de un asunto de dinero; he visto a un taxista golpear a un anciano con una cruceta de acero; he visto el rostro desfigurado de una mujer que se atrevió a contradecir a su marido; he visto a un niño de cinco años mordiendo en la cara a un compañero para defender su propiedad sobre un juguete, como le enseñó su papá; he visto al portero de una discoteca negándole la entrada a una mujer negra; he visto a un adolescente caminando las calles, un martes, porque en su colegio no lo dejan entrar a clases hasta que sus padres no cancelen una deuda; he visto a dos putas feroces disputándose a cuchillo el favor de un cliente.

Estas cosas que he visto no forman parte del conflicto armado que sufre nuestro país; no tienen ninguna aparente relación con los campos de concentración de las Farc, ni con las motosierras de los paramilitares, ni con los falsos positivos del Ejército; son hechos cotidianos que se repiten todos los días y que demuestran el rasgo más definitivo de nuestro carácter: aquí resolvemos los conflictos a la fuerza. La legitimidad de nuestra violencia cotidiana produce dos tipos de víctimas: de un lado, quienes soportan en silencio, por miedo o por costumbre, los vejámenes de sus agresores; del otro, quienes se llenan de odio contra ellos y hacen de este sentimiento su principal arma de venganza. Esas dos posturas generan víctimas perpetuas y víctimas que se convierten en victimarios, en una rueda de violencia sin fin que se respira en todos los ambientes, en todas las clases y en todas las regiones.

Así somos, así hemos sido. Esa convicción de que el odio, la revancha, el golpe, el insulto son el mejor modo de deshacerse de los problemas ha sido el terreno propicio de todas las atrocidades que hemos padecido y perpetrado desde siempre. Lo que se ha llamado “la violencia” no es culpa de una docena de malvados terroristas, poseídos por Satanás, que un día se levantaron con ganas de asesinar y decapitar y secuestrar. Ellos y sus acciones son el reflejo de lo que pasa en nuestras casas, en nuestras calles, en nuestros colegios. Ellos son el producto de nuestra sociedad, de los valores que hemos aceptado como nuestros y que nos permiten dormir tranquilos después de partirle la cara a un adversario, en medio de un partido de fútbol en el parque. Ellos son nosotros.

Mi voto del domingo no es para premiar a un político mediocre, ni para matricularme en una corriente ideológica, ni para complacer a mis amigos intelectuales. Mi voto por Santos es una manera de contribuir, no solo con la firma de un acuerdo de paz, sino quizás con el comienzo de un largo recorrido en el que aprendamos a renunciar a lo que hemos sido y nos sentemos, de una buena vez, a hablar con los demás.

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