Sí, debo confesar que no entiendo por qué se celebra a Gabriel García Márquez como el autor de esta novela fundacional de las letras latinoamericanas, cuya estatura de clásico universal la ha vuelto víctima de la peor de las suspicacias: la de que son muy pocos quienes en verdad la han leído, muy a pesar de que se le suele comparar nada menos que con El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de La Mancha, otro libro que nadie lee.
El mismo GGM explica, en las últimas y arrebatadas páginas de la novela, que el autor de la historia es un gitano corpulento, con barba montaraz y manos de gorrión, que responde al mítico nombre de Melquiades, quien había redactado en venerable sánscrito la memoriosa saga de los Buendía, con cien años de anticipación, cifrando los versos pares con claves militares lacedemonias, es decir, espartanas.
Esta pregunta acerca de quién es el autor es un juego de espejos y espejismos del mismo Gabo, por supuesto, y yo he querido seguirlo, porque, como él también dijo, la literatura es el mejor juguete que se ha inventado para mamarle gallo a la gente. Ay, eso del autor es una galería lunada de reflejos: los autores de los libros somos todos en realidad, es la tradición oral, es el mester de juglaría.
La práctica de ese juego es un antiguo truco literario cuyos orígenes se pierden entre los ancestros de quienes soñaron Las mil y una noches. Pero, en el caso de Gabriel García Márquez, tiene un ilustrísimo predecesor, a quien el cataquero señaló siempre como su más alto punto de referencia literaria, y no estoy hablando de William Faulkner, sino de Miguel de Cervantes Saavedra, santo patrono de todos los novelistas de occidente, e incluso de oriente.
En 1605, hace cuatrocientos nueve años, cuando se publica la primera parte de El Quijote, Cervantes, el capítulo IX, donde el escritor declara que es aficionado a leer hasta los papeles rotos de las calles, nos cuenta así mismo que, hallándose un en una librería de Toledo, observa cómo un muchacho llega a vender unos manuscritos de arábigos signos. La historia que allí se cuenta es nada menos que la de Don Quijote de La Mancha. Su autor, Cide Hamete Benengeli, que traduce algo así como “El Señor Jamete de La Berenjena”.
García Márquez, como todos los auténticos escritores, no vino de la nada. Se inscribió soberanamente, y con derecho propio, en una tradición que el escritor checoeslovaco Milan Kundera ha llamado, no sin reverencial admiración, “la desprestigiada herencia de Cervantes”.
Esa herencia, esa tradición se inicia una mañana de julio, hace cuatro siglos, cuando Alonso Quijano “El Bueno”, a quien la mucha lectura de las novelas de caballería ha llevado a que se le “seque el celebro”, en palabras de Cervantes, o del señor Jamete, según se prefiera, decide convertirse en caballero andante para “desfacer tuertos” y socorrer a damas en apuros.
Esa tradición, que es la del rescate estético de los valores más altos de nuestra humanidad, la heredó con honores aquel Gabriel que soñó con Melquíades desde niño, cuando escuchaba las historias de su abuelo, y anhelaba que las estirpes condenadas a cien años de soledad volvieran a tener, por fin, una segunda oportunidad sobre la Tierra.
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