Debo reconocer la satisfacción que me causa que, en plena campaña electoral, el tema de la calidad de la educación esté en los primeros lugares de la preocupación pública.

La educación es hoy considerada el factor esencial del desarrollo humano. Mediante ella, las personas tienen la posibilidad de disfrutar una vida plena y encontrar mejores oportunidades de crecimiento. Sabater decía: “La educación es sin duda el más humano y humanizador de todos los empeños”.

Los países que más avanzan en la globalización son aquellos que han apostado a una educación de calidad. En Colombia, desafortunadamente, la violencia –política, económica y cotidiana– llena la agenda de preocupaciones, limitando las posibilidades de desarrollar, a largo plazo, estrategias para mejorar la calidad de vida, como son la salud y la educación.

Vivimos en una sociedad de derechos; eso cada día es más visible en los sistemas educativos; sin embargo, es igual de notorio que pierden fuerza los deberes en el ámbito educativo. Cuando se habla de calidad, la mayoría de los discursos se refieren a: programas coherentes, docentes calificados, buena infraestructura, bibliotecas adecuadas, e igualmente a la conciencia pública de las obligaciones de los gobiernos y las instituciones.

Muy poco se hace referencia al esfuerzo individual, porque dar educación no es solo una cuestión de justicia, sino también de favorecimiento personal, por lo que no podemos depositar toda la responsabilidad de la calidad en el Gobierno y las instituciones. Son los estudiantes los principales actores para lograr una educación de calidad.

Una sabia frase advierte: “Podemos llevar los caballos hasta el río, pero no podemos obligarlos a beber de sus aguas”.

Podríamos decir lo mismo en la educación; podemos tener la mejor infraestructura física y cognitiva, pero, si los estudiantes no son conscientes de la importancia de beber de las fuentes del conocimiento, es difícil tener una educación que cumpla con la finalidad de hacernos más humanos.

Cosas tan elementales como asistir a clases, hacer las lecturas y cumplir con las tareas escolares son el comienzo de una educación de calidad. Daniel Kahneman nos enseñó, después de décadas de investigaciones, que el cerebro es perezoso y le gusta reaccionar solo ante lo perceptivo. El conocimiento en profundidad exige esfuerzo. Desafortunadamente, la globalización, especialmente mediante la televisión y otros medios, ha generado una cultura liviana y farandulera tan penetrante, que a veces los mismos estudiantes pretenden que su maestro se vuelva un recreacionista.

Una educación de calidad es cualquier cosa menos un “cógela suave”. Hay que concientizar a nuestros niños y jóvenes de que, sin esfuerzo personal, no es posible llegar a ninguna parte, y la calidad no se consigue solo con tecnicismos, sino también desde el compromiso. Todos los estudiantes deben tener conciencia de que una educación de calidad es un derecho. Pero también hay un conjunto de deberes que a ellos les corresponde cumplir.