Hace unos días el país recibió la pésima noticia de haber ocupado el último lugar en las posiciones reveladas por PISA sobre educación. Las pruebas entre 9.000 alumnos fueron fatales y confirmamos la pésima calidad en la preparación de los estudiantes. Llovieron rayos y centellas, alarmas prendidas por todas partes, inculpaciones que van y vienen y hasta la ministra de Educación manifestó públicamente que efectivamente era deplorable pero tampoco tanto como para ponerse a llorar.
Cabe preguntarse primero que todo: si no lloramos por este resultado tan deplorable, ¿por qué entonces lloramos en la vida? Si ver este nivel tan bajo de la intelectualidad del futuro no nos conmueve hasta provocarnos una infinita tristeza, ¿qué es lo que nos la produce? Para ir no muy lejos, basta asomarnos simplemente a los universitarios hoy para darnos cuenta de la verdadera verdad: desidia, intolerancia, soberbia, desobediencia, flojera máxima, desinterés mientras más grande más ligado al vicio, al billar, a la vagancia. A los que tenemos una larga vinculación académica en las universidades no nos asombran los resultados: los manoseamos todos los días a todas horas. Siempre hemos sostenido que como docentes universitarios recibimos lo que el bachillerato nos entrega. Y el bachillerato nos está entregando manadas de indolentes que llegan a las universidades para ver si “raspaos” van pasando poco a poco los semestres para después obtener un grado “de chiripazo”. Este es un diagnóstico cruel pero verdadero. Más, mucho más profundo en los hombres que en las mujeres, que suelen ser más responsables, y desde luego también el fenómeno no es del cien por ciento, porque calculamos que alrededor del treinta por ciento de los estudiantes universitarios sí aprovechan realmente su tránsito por las aulas.
Nos hemos preocupados siempre por no solamente enseñar las materias correspondientes sino contribuir a formar, paralelamente, verdaderos ciudadanos. Así no lo comprendan, coadyuven, ni lo toleren muchas universidades donde prima el ánimo del negocio sin concebir siquiera la docencia integral en su contexto científico. Un país con baja educación es un país condenado a no progresar. Solamente en ver las estadísticas de maestrías y doctorados que tenemos entre los profesores produce desolación, pero ni aún así se debe aceptar que la culpa de todo lo acontecido o que acontece es culpa de los docentes.
Como en todo en la vida, hay profesores malos, regulares y buenos, igualmente capacitados o mediocres. Para nosotros el problema radica principalmente en esa actitud de indolencia y pereza del alumno costeño, principalmente para analizar el tema desde el punto de vista regional. Esa actitud mental es sorprendente y no se reduce como dicen los expertos analistas en falta de raciocinio e incapacidad de análisis conceptual. No; es, repetimos, un índice de actitud. Por lo menos en la Costa Caribe el gran porcentaje de estudiantes no quiere estudiar sino vagar, festejar, flojear, pasarla bacano, evitar responsabilidades, huirle al deber, darles la espalda a las obligaciones.
Presentemos reformas al pénsum, muy bien, busquemos reforzar la preparación académica del profesorado, mejor, pero fundamentalmente precisemos crear las condiciones culturales, anímicas, estructurales y motivacionales para que el estudiante entienda que el estudio es su primera atracción. ¿Y todavía insistimos en el esperpento de la universidad a distancia?