Cada edad del hombre tiene su encanto. La juventud tiene su encanto, la vejez tiene su encanto. Cuando ya hemos superado la edad “locomotiva”, en la que todo era actividad, emprendimiento y acción, entramos en una edad tranquila, reposada, serena, equilibrada, donde se vive sin premuras, sin atafagos, sin mayores responsabilidades. Ya no tenemos el deber de trabajar, ni el temor de perder nuestro empleo; de cometer errores de los cuales podamos arrepentirnos, porque las grandes decisiones de la vida ya las hemos tomado. Hemos levantado y educado a nuestros hijos preparándolos para la vida, y ahora son ellos quienes tienen la responsabilidad para con sus hijos: nuestros nietos y bisnietos, que son para consentirlos. Ahora podemos dar consejo con autoridad, con conocimiento de causa, porque somos la voz de la experiencia, la veteranía. Nuestra mente sigue clara y no dejamos de pensar, de crear y de opinar, y aunque ya vemos los toros desde la barrera, pues somos más espectadores que actores, seguimos activos. Somos merecedores de respeto, de admiración y a veces hasta de envidia de la buena, por haber podido recorrer el largo camino de la vida superando obstáculos, luchando, apartando piedras del camino. Hemos alcanzado la meta. Confiamos haber podido dar ejemplo de vida, de superación y a veces hasta de abnegación. Estamos en la mejor etapa de la vida: la edad contemplativa, serena; la edad del disfrute de los verdaderos placeres de la vida. Hemos cumplido la misión para la cual vinimos al mundo. Ha llegado el momento de cosechar lo que sembramos. Nosotros, los mayores, debemos dar gracias a Dios por haber podido llegar a esta etapa de la vida y pedirle que nos siga bendiciendo.

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