Nunca en su historia reciente había estado Colombia tan desilusionada, tan indignada, tan poco motivada a dirigirse a un puesto de votación el domingo y seleccionar, de entre unos logotipos que no significan nada, uno que represente sus intereses.
Aunque los motivos para la apatía no son nuevos, hoy se siente que la democracia colombiana está en un punto de quiebre. Los mismos factores que condujeron a la época conocida como La Violencia han seguido activos hasta nuestros días: el uso de la política para fines personales, la exclusión de la mayoría de la población, el abuso del poder. En ese entonces, el acuerdo entre liberales y conservadores detuvo el desangre por un tiempo, pero la violencia y el inconformismo nunca desaparecieron, sino que hibernaron bajo el bipartidismo férreo del Frente Nacional. Los excluidos no pararon de buscar la manera de hacerse valer en una sociedad que los trataba como invisibles. Muchos la encontraron en las guerrillas, el narcotráfico, el paramilitarismo y la corrupción regional, hasta que el país, doblegado por sus males, puso en Álvaro Uribe, un disidente de uno de los partidos tradicionales, el poco de esperanza que le quedaba. La victoria de Uribe fue como una granada de fragmentación arrojada dentro del antiguo sistema bipartidista. De su colapso aún no nos hemos recuperado.
Los dos partidos, al caer, quedaron desnudos. Se vio que no eran más que unos cascarones vacíos, sin ideas; unas banderitas lastimadas. Se conocieron las maniobras que eran capaces de hacer para recuperar el poder perdido. Desde 2002 hasta ahora lograron recomponerse un poco bajo otros nombres, bajo otras banderitas. Pero ya es tarde, pues el país ya los vio en sus momentos más indignos, como unos perros sin raza andando por la calle buscando comida entre la basura, dispuestos a pelearse a dentelladas un jirón de carne adherido a un hueso. Y es por eso por lo que se nos pide que votemos.
Sin embargo, hay que hacerlo: levantarse el domingo, lavarse la cara y mentirse ante el espejo lo suficiente para creer que servirá de algo el acto de salir a la calle, taparse la nariz y elegir un nombre del tarjetón turbio. Un nombre de los buenos –pues hay algunos–, que no haga parte de la política de la rosca y la rebatiña que nos ha gobernado hasta ahora. No vamos a salvar al país en esta elección –ni en ninguna– pero hay que hacerlo porque, como nos han explicado, aquí el voto en blanco no es un recurso para la protesta, sino una trampa que lleva directo a la elección, por descarte, de quien tenga la maquinaria más poderosa. Hay que hacerlo por lo que nos ha costado la democracia, que Colombia ha logrado mantener a flote gracias a la sangre de sus muertos y la tenacidad de sus vivos.
Hay que hacerlo porque el voto decente es la franja delgada que nos separa de las satrapías que nos circundan: Cuba, Venezuela, Argentina, Nicaragua. Hay que hacerlo porque hay indicios de que tal vez la sombra larga de nuestra violencia comienza por fin a atenuarse. Y hay que hacerlo para evitar el destino contra el cual advertía John Adams, uno de los padres de la república estadounidense, cuando escribió: “nunca hubo todavía una democracia que no cometiera suicidio”.
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