Creo que así nos llamó el maestro Darío Echandía en los tiempos cuando aún existía la sanción moral y el apretón de manos sellaba cualquier negociación o arreglo en la sociedad colombiana; pónganse a pensar qué diría si fuera testigo del país en que nos convertimos, una recua de personas desorientadas y atemorizadas con una clase política controlada con puestos, prebendas, favores, contratos.
Y la dirigencia civil se agazapa en su zona de confort, hace señalamientos a sotto voce pero no manifiesta su descontento porque está haciendo fortunas. En el medio, nosotros, la clase media y la recua de subdivisiones hacia abajo, que existen para definir en cifras cómo se reparte la mala situación y la pobreza de la mayoría.
Al mismo tiempo, con ese deterioro de las instituciones y la prostitución de funcionarios, aquí y allá, todos terminamos relacionándonos con el Estado, de alguna forma, en especial quienes deseamos investigar, nos interesa la ciencia y la tecnología y defendemos la visión de un país donde el bienestar y la cultura de todos, prime sobre el enriquecimiento personal o la inversión extranjera. Sí, es otra forma de mirar el mundo y al ser humano, porque siempre insistiremos en que el hombre está por encima del cemento.
Y la realidad, nos da la razón: nos hemos convertido en un país de cafres, creemos que lo malo no es la rosca sino estar fuera de ella y que, ser ventajista es la mejor forma de salir ganando.
El erario, dejó de ser el dinero del pueblo para transformarse en banco de segundo piso para que los presidentes, gobernadores y alcaldes puedan tener gobernabilidad y sus proyectos sean aprobados.
Esa certeza de que casi todo está amangualado, de que existen verdaderos emperadores, ha hecho que no surja el voto de opinión sino el comprometido, en mayor o menor escala, en pos de un beneficio personal.
La sociedad, maleada y complaciente, ofrece un espectáculo de miedo: todos a una queremos hacer lo que nos convenga y lo que nos dé la gana, despreciamos la ley, nos reímos de las medidas y no creemos media de lo que nos dice nuestros gobernantes.
Y como colofón, nos hemos vulgarizado a límites impensados, en esos tiempos que mencionaba al comienzo de este artículo.
En el caso de Barranquilla, por ejemplo, basta observar la movilidad para reconocer a una comunidad desordenada, irresponsable, altanera y violenta.
Entre que muchos conducen sin el menor conocimiento de las mínimas normas de circulación, y los otros lo hacemos como mejor convenga a nuestra urgencia, arriesgamos vidas, incluida la propia, acosamos a los peatones que, a su vez, retan a los conductores haciendo auténticas fintas entre los vehículos.
Y es eso, nos consolidamos como atarvanes, verdaderos cafres, sobrevivientes en el cemento, que optamos por la peor de las fórmulas para convivir, la violencia.
Pero si votamos bien en marzo, podemos llegar al posconflicto con el espíritu desarmado, la única forma de que los acuerdos que se firmen lleguen a convertirse en verdadera paz, donde todos quepamos sin necesidad de venderle el alma a un clientelista o a una guerrilla.
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