Francis Scott Fitzgerald (1896-1940) es un ícono de la ‘Generación perdida’, esos jóvenes estadounidenses que, después de la Primera Guerra Mundial, se encontraron en el París de los años veinte, donde la presencia de Marcel Proust, a quien sólo le quedaban dos años de vida, era ya una leyenda literaria. Con Hemingway, su íntimo amigo, así como con el célebre crítico Edmund Wilson, conformaron una trilogía de creación frenética, críticas demoledoras y crecimiento colectivo en materia de las artes de la narración literaria. Por lo demás, eran todos unos adolescentes machistas y narcisos que veían el mundo como un escenario de espejos complacientes. El Gran Gatsby (1925) y Suave es la noche (1934), están consideradas como sus dos obras maestras.

Se enamoró, como él mismo dijo, de “la heroína de sus novelas”, Zelda Sayre. Era una típica flapper, una chica liberada de los años veinte, que usaba faldas cortas, fumaba, bebía, bailaba y conducía autos a toda velocidad. La Top Ten de Montgomery, Alabama, su ciudad natal (1900), que hubiera podido casarse con los “mejores partidos” de la localidad, pero eligió al escritor, de origen irlandés, pobretón y con mala fama. Fitzgerald, el chico de Princeton, se vio reflejado en ella como en una laguna: hasta se parecían físicamente. Además, el alcohol y la escritura eran la religión de ambos.

A Zelda los psiquiatras, según su mala costumbre de ayer y de hoy –¿hasta cuándo la psiquiatría será una herramienta de dominación ideológica al servicio del establecimiento?–, le diagnosticaron esquizofrenia, lo más seguro porque no coincidía con el esquema que sus mentes machistas consideraban como una mujer normal. Y como si él fuera más equilibrado o menos alcohólico que ella, Scott la encerró de por vida en infernales sanatorios de la mente.

En una famosa carta, el crítico literario Edmund Wilson, a quien recuerdo sobre todo por su obra Hacia la estación de Finlandia, le había recomendado sabiamente a Francis que saliera del provincianismo estadounidense, que se fuera a París, donde los estándares –tal palabra utilizó– literarios eran mucho más altos. En efecto, el aprendizaje de universalidad que recibieron los jóvenes miembros de la ‘Lost generation’ en París fue análogo al que harían, a través de la lectura de estos maestros norteamericanos, los miembros del llamado Grupo de Barranquilla. El problema no es el viaje, por lo demás; es salir del provincianismo mental, de color local y la apología del atraso hacia formas universales de describir la aldea.

En el Cementerio de Saint Mary, Maryland, Francis Scott Fitzgerald y Zelda Zaire reposan juntos. Su epitafio es un fragmento de El Gran Gatsby: “Y seguimos remando, botes en contra de la corriente, llevados de vuelta incesantemente hacia el pasado”. Las vidas y las obras de estos dos bellos y atormentados seres los ha traído, al contrario, a nuestro presente. Zelda y Scott están más vivos que nunca, más jóvenes y más bellos, entregados a la mágica rumba de los fabulosos veinte en la última película con Leonardo Di Caprio, que se llevó una justificada “leñera” en Cannes. Pero se han triplicado las visitas a su tumba y las nuevas generaciones, por completo identificadas con ellos, les dejan mensajes, martinis y botellas de ron. Suave y eterna es la noche del arte y la literatura. Zelda y Scott, su cuento de hadas continúa.

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