Mientras imagino, en el Castillo de Salgar, el arribo nocturno de unos piratas que ascienden con cuerdas, a pulso y murmullos, los peldaños rocosos del acantilado seductor, en la mitad del siglo XIX, el tráfico vehicular de la ciudad invivible, cuando no sus edificaciones asfixiantes, se toman por asalto las murallas de mi mente.

Pero ya ni me pregunto por qué aquí casi nadie se detiene a pensar la ciudad, a casi nadie le importa ese tema de intelectuales despistados, de románticos sin oficio. Por eso estamos como estamos: no existe la menor consciencia de que todo lo que nos estresa y nos agobia cada día lo hemos elegido, y lo seguimos eligiendo, nosotros mismos. Por favor, la ciudad no florece por decreto ni desde arriba; florece porque la pensamos y la sentimos, y la soñamos, y la elaboramos, todos y cada uno de sus ciudadanos, desde el seno mismo de sus entrañas florecidas, desde abajo.

Y sigo pensando en Ítalo Calvino, ese escritor italiano, nacido en Cuba, que asombró al mundo, en la década de los cincuenta del pasado siglo, con la publicación de una trilogía de narraciones fantásticas a la cual llamó Nuestros antepasados. Estaba, y estará por siempre, conformada por los maravillosos títulos de El vizconde demediado, El barón rampante y El caballero inexistente. El primer personaje, Medardo, como consecuencia de su valiente guerrear en las cruzadas, resulta partido en dos por la espada de un moro harto hereje. Cósimo, el protagonista de la segunda fábula, es un chico del siglo XVIII quien, para escapar de la despótica autoridad paterna, decide irse a vivir en las copas de los árboles por el resto de sus días. Y el tercer personaje, Agiulfo, de la época de Carlo Magno, es un dechado de virtudes, romanticismo y caballerosidad, pero debajo de su yelmo no hay nadie, no existe tal caballero.

Pues bien, esta ciudad que ya no tiene nombre, ni mucho menos señales de identidad, puede hasta partirlo en dos a uno, sí, es capaz de dejarlo literalmente como el vizconde demediado, si acaso no provoca que mil pedazos de tu corazón vuelen por toda la habitación. Esta ciudad invivible provoca irse a fijar residencia en los árboles, como el barón rampante; y, por supuesto, bajo el furor despiadado del mediodía, en la fila de vehículos que se arrastra cual serpiente con pereza, dan ganas de desaparecer de ella, como el caballero inexistente. “Esta ciudad en que no existo”, como decía Mario Benedetti, un poeta más que regular, por cierto, que goza de un injustificado prestigio.

Esta ciudad invivible inspira, como dijera así mismo Ítalo Calvino en otro memorable libro suyo, a soñar con las ciudades invisibles. Y no se trata de ningún mensaje negativo ni pesimista, sino de una propuesta plena de esperanza para quienes estamos en desacuerdo total con el estilo de vida, con las formas y los contenidos, con los manes y los desmanes, que hoy definen a Barranquilla por el lado de una estupidez impermeable. La propuesta es simple: si la mayoría ha elegido vivir en una ciudad que es un infierno, las minorías conscientes, los que no estamos tan ciegos, construyamos espacios de encuentro que sean paraísos. La ciudad no son los edificios ni los carros; la ciudad es lo que pensamos y sentimos, lo que soñamos y deseamos, la ciudad somos nosotros, los negados, los rechazados, los convidados de piedra.

Elijamos el paraíso nosotros, en lugar de seguir permitiendo que otros nos elijan el infierno como los piratas en el siglo XIX.

Por Diego Marín Contreras
diegojosemarin@hotmail.com