El 8 de junio de 1990 me encontraba en un segundo piso de una cafetería en Bolonia deleitando mis sentidos con la boleta que acababa de comprar para el partido al día siguiente entre Colombia y Emiratos Árabes, en el Mundial de fútbol de Italia, flotaba en un montón de emociones con la camiseta y la tricolor, la mochila, la cámara fotográfica, y la ilusión de ver al equipo amado en los estadios del Viejo Mundo vacilándose el toque-toque. De repente, gente corriendo en las calles apartándose de una batalla que se presentó entre unos hooligans y la policía italiana. Esto fue lo que vi: por un lado, los carabinieri, un grupo de policías tratando de controlar el desorden sin excederse en la fuerza y, por el otro, una tribu de unos 40 hombres muy organizados, con un líder en el centro que dirigía el ataque, atacaban con los palos de las banderas o cualquier objeto contundente que encontraran a su paso, ninguno portaba un arma, ninguno estaba borracho o drogado, todos eran perfectamente conscientes de cada uno de sus actos.

Es decir, presencié una batalla entre dos ejércitos de soldado contra soldado, aquí no había intención de dañar la propiedad ajena ni de asesinar, tampoco había una razón de vida o muerte futbolística para empezar el ataque, el campeonato apenas comenzaba; aquí se trataba de la fuerza bruta de un grupo de hombres que por cualquier razón que se les antojase querían imponer su ley en las calles. Esto es extrafutbolístico. Lo cual no quiere decir que los hooligans no se embriaguen y droguen en los estadios y, con base en un desacuerdo con una decisión, la conviertan en pretexto para sus desmanes en un estado mental alterado y ocasionen las tragedias que registra la historia. El hooliganismo resultó más complejo de lo que yo pensaba.

En Colombia no hay hooligans. Lo que aquí padecemos es un fenómeno social diferente que ha venido desarrollándose a partir de copiar estereotipos foráneos en los que nació el concepto de barras bravas, comandos, frentes, y demás denominaciones en las que está latente la idea de algo potencialmente peligroso, todo en función, supuestamente, de amor al equipo. Nadie niega que el amor a la camiseta pueda despertar emociones extremas de la alegría al dolor, pero hay un límite que no debe sobrepasar el más apasionado de los hinchas: la cordura. La peor de las derrotas de nuestro equipo nunca será razón para matar. Quien mata por la camiseta no es un hincha, es un criminal. La persona que entra al estadio con un arma está mal de la cabeza: o sufre un delirio de persecución y se arma para defenderse, o es un asesino potencial que espera el más mínimo pretexto para saciar su sed de sangre. No confundan los términos, dejen de llamarlos vándalos o desadaptados. Vandalismo o gamberrismo se refiere a hostilidad y/o destrucción de las artes, la literatura o la propiedad ajena. Quienes destruyen lo que está alrededor del estadio no son vándalos, sufren de un gran resentimiento social.

Quien destripa a otro con un cuchillo no es un desadaptado, es un asesino y debe ser tratado de manera diferente para diagnosticar su sociopatía.

Como se puede deducir, la solución a un fenómeno socialfutbolístico tan complejo como el nuestro va más allá de suspender un partido o sancionar una plaza, requiere una solución política, económica, social y de salud mental.

Por Haroldo Martínez
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