Cuando el golpe militar chileno, el 11 de septiembre de 1973, yo tenía quince años, una novia imaginaria, que parecía la hija de Kalymán, y un montón de poemas de nuestro amor inventado que ella solía guardar celosamente en una caja de zapatos dorada –que ninguna se dé por aludida: son creaciones de mi fantasía–. El director consejero de este diario, Juan B Fernández Renowitsky, era entonces embajador de Colombia en Chile y, años más tarde, escribió una inolvidable crónica sobre los sucesos de esos días aciagos. En particular se refería, recuerdo, a los estremecedores funerales de Neftalí Ricardo Reyes Basoalto, nacido en Parral, en 1904, hijo de un obrero ferroviario y autor, entre tantos otros, de un poema que comienza: “Puedo escribir los versos más tristes esta noche…” Sí, los estudiantes, en su sepelio, miles y miles de jóvenes, habían gritado: “Compañero Pablo Neruda: ¡Presente! ¡Ahora y siempre!”

El poeta gigantesco, entrañable voz de América, padre nuestro, gran sacerdote de antiguas sustancias minerales y alturas del Machu Pichu, se murió de tristeza al saber la noticia de que su noble amigo Salvador Allende, quien fuera el primer socialista que llegó al poder en América Latina por las vías democráticas, había sido asesinado por el ejército de Chile, que una vez más, como sucede en Colombia, traicionaba la causa del pueblo de Chile bajo los mandatos de la CIA y de un sórdido cafre, apestoso a barracas, llamado Augusto Pinochet, un asesino que debería ser borrado de los libros de historia del continente. Yo tenía quince años, y esa tarde escribí un poema, seguramente ridículo, sobre la muerte de Salvador Allende, cuyo nombre, cuarenta años después, sigue siendo cifra de libertad en nuestra América esclavizada por las semillas transgénicas, el gran capital, sus esbirros internacionales y nuestros ejércitos traidores a la causa de nuestro pueblo. Ese pueblo al cual el solidario poeta le dijo: “Sube a nacer conmigo, hermano”.

Estoy inventando, por supuesto, pero mientras esperaba a la hija de Kalymán, que se había escapado del colegio, yo leía Residencia en la tierra, sin entender ni uno solo de sus versos surrealistas, lo cual no tenía la menor importancia, porque en realidad –más abajo, en esa misma zona de deseo donde se movía mi ansiosa espera– estaba aprendiendo un lenguaje que hablaba del olor de las peluquerías, las monjas muertas por un golpe de oreja y los calzoncillos que lloraban “lentas lágrimas sucias”. Todo era posible cuando ella llegaba, hasta el amor, hasta el poema, pero son inventos de mi fantasía, de la cual no se culpe a nadie. Es que esas cosas pasan cuando se lee a Neruda a los quince años, y aún se lo sigue leyendo a los cincuenta y cinco. No hay pasado, tampoco presente. No hay tiempo, solo duración, únicamente eternidad. En esta última toda sucede de manera simultánea. Por eso no entiendo cuando me hablan de nostalgia, ¿qué quiere decir eso? En el tiempo de la poesía, que es la eternidad, que es donde quiero vivir, da lo mismo tener quince o cincuenta y cinco, valen igual las novias reales que las inventadas, y eso me lo enseñó para siempre Neftalí Ricardo Reyes Basoalto, sacerdote de antiguas sustancias minerales.

Por eso, cuarenta años después de su muerte, entre conmovidas lágrimas ante sus versos eternos, cuando yo pregunto por la poesía, compañero Pablo Neruda, usted no me falla, usted me sigue contestando: “¡Presente! ¡Ahora y siempre!”

Por Diego Marín C.
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