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Mejor me voy, mejor me voy como hace el cóndor herido...

Diomedes Díaz, El cóndor herido

A mediados de febrero de 2014, en el teatro Amira de la Rosa, y en el marco del VIII Carnaval Internacional de la Artes, oí al mexicano Tony Camargo cantar, a sus 88 años, su gran éxito 'El año viejo', con la misma voz con que la había grabado 63 años atrás; su cuerpo, aunque vivaz y guapachoso, era el de un abuelito senil, pero su voz conservaba intacta la contagiosa energía de siempre. Esa vez, y en el mismo escenario, vi y oí también a Alberto Fernández, a sus 86 años, sin moverse ante el micrófono, pues ya se le notaba ese andar perdonavientos de la mayoría de los ancianos, interpretar 'Te olvidé', con el mismo tono ensoñador y un tanto nasal que le veníamos oyendo carnaval tras carnaval en el mítico disco de 1954.

Lo anterior me permitió comprobar que la voz es un atributo que, con el mismo nivel de funcionalidad, puede acompañar a un cantante desde sus comienzos hasta que prácticamente éste, como individuo, cumpla por completo su ciclo natural de vida; que la voz no sólo puede durar lo mismo que su dueño, incluso en el caso del más longevo, sino preservarse más joven que él; que hombre y cantante pueden convivir hasta el final en una relación de mutuo beneficio perfectamente operativa.

A la luz de ese conocimiento validado por la más directa y evidente experiencia, se me ha hecho después más claro que Diomedes Díaz dilapidó a montones su tesoro vocal, lo que explica que ese tesoro se haya venido a menos apenas a la mitad del tiempo que pudo haber durado, en el caso hipotético de que el llamado Cacique de La Junta se hubiera mantenido con vida hasta conocer a sus tataranietos.

Porque, en efecto, ya antes de morir, ahora ya hace tres años y apenas a los 56, a Diomedes Díaz prácticamente se le había muerto la voz, hablando en términos artísticos. Su voz ya no sólo no interpretaba ni sonaba con la calidad y belleza que la habían caracterizado siempre, sino que estaba físicamente maltratada, deteriorada. En su último disco, La vida del artista, hasta el más lego (es mi caso) nota que lo que allí se oye es una voz todavía potente, sí, pero como ahuecada, ruda, estridente, sin la tersa limpidez ni el dejo emotivo de antes.

Incluso, su misma 'fanaticada', como él llamaba a sus seguidores, estaba consciente de ello. Así, un admirador suyo escribió el 22 de diciembre de 2013, el día de su muerte, en el portal de la revista Semana: 'Se fue un excelente artista, un ídolo en mi vida que me hizo soñar y enamorar. Al final de sus días no cantaba bien y se le olvidaban las canciones, no era ni la sombra del gran artista que fue'. Imagínense: no era ni la sombra del gran artista que había sido; esto es, era ya todavía menos que el espectro triste y lamentable a que había quedado reducido el cantante fenomenal que había impregnado toda una época con su voz sentida y vibrante: su voz ya para entonces mortalmente herida.

De ahí que no estuve de acuerdo con el manido tópico que se repitió una y otra vez en las horas y los días que siguieron a su fallecimiento: 'Ha sido una pérdida irreparable para el vallenato'. Pues no, aunque duela decirlo: agotado como cantante, Diomedes ya no iba a añadir nada a su gran obra. (Por supuesto que la suya fue, sí, una pérdida humana irreparable, como la de todas las vidas humanas que se extinguen, sobre todo a una edad tan relativamente temprana). Es probable que fuera a añadir algo a su obra como compositor, pero, si bien en esta otra faceta poseía él también un notable talento (tenía dotes, incluso, para el repentismo), la cual se cristalizó en no pocos logros importantes, no era de todos modos su faceta principal; no era la que definía su grandeza como artista del vallenato; y, en todo caso, y en esencia, Diomedes no componía para que otros cantaran, no obstante que un buen puñado de letras suyas fueron interpretadas por algunos de sus colegas y no por él. No: su condición de compositor era una condición ancilar de su condición de cantante; él mismo lo declaró en una entrevista a su amigo el locutor y presentador Jaime Pérez Parodi, a quien, a la pregunta de: 'Cacique, ¿qué prefiere ser, compositor o cantante?', respondió con absoluta claridad e inteligencia: 'Jaime, compositor para poder cantar'.

Su contrafanaticada

Como se sabe, Diomedes Díaz acabó volviéndose en la última etapa de su vida un personaje antipático para el país, para decirlo con moderación, exceptuados sus fans (que, bueno, eran, y son aún, una parte considerable del país). Su 'risotada chillona', 'sus ademanes grandilocuentes', sus ruidosos saludos –rasgos que señala Alberto Salcedo Ramos en su gran crónica 'La eterna parranda de Diomedes'–, en fin, sus maneras aspaventosas y rústicas, así como su adicción a las drogas y su machismo crudo y manifiesto, eran demasiado para mucha gente (a lo que hay que agregar, para colmo de males, su implicación en el homicidio de Doris Adriana Niño). De ahí que, si alguien no quería ser visto como carente de toda exquisitez espiritual, no podía decir jamás en una reunión de salón nada a favor de Diomedes Díaz. Lo política y socialmente correcto era decir que se trataba de un individuo desagradable, de un corroncho crapuloso e inmoral, y lo único que si acaso se le podía conceder es que Díaz, como cantante, tenía 'algunas canciones bonitas', lo cual era ya toda una condescendencia.

No puede negarse, por supuesto, que el cantante guajiro, como lo admiten y lamentan muchos de quienes lo conocieron y trataron desde los inicios de su precoz carrera, se precipitó en un vertiginoso tren de vida marcado por el exceso, hasta el punto de verse enredado en las mismísimas marañas del crimen. Pero hay que dejar bien claro que, además de inútil, es injustificado e insensato intentar negar su valioso aporte a la música popular colombiana (y, diré aún más, latinoamericana), como sus detractores –a los que podríamos llamar su contrafanaticada– quisieran hacer.

Incluso si los colombianos convirtieran su corazón y su memoria en una criba rigurosa por la que cernieran todo su repertorio, sería imposible que no pasara por ella mucho más que sólo 'algunas canciones bonitas'. En realidad, lo que por allí pasaría sería suficiente para integrar un compacto y hermoso legado que, con el sello común de una voz a un tiempo vigorosa y sensible, haría imposible su olvido.

Al cumplirse el tercer aniversario de su muerte, es bueno decir que no puede, pues, resultar vergonzante ponderar el valor y belleza de su obra musical; ni puede serlo el reconocer con franqueza y claridad el modo en que ella se involucró en nuestro propio destino individual, haciendo parte de nuestra educación sentimental.