En domingo murió Leonid Stadnyk. Había nacido en agosto y quiso el destino que dejara de existir en este mismo mes, en Podolyantsi (Ucrania), su pueblo natal, a la edad de 44 años y como consecuencia de una hemorragia cerebral. (Haga clic aquí para visitar el artículo en el portal de la revista Latitud).
Hasta el día de su deceso –el pasado 24 de agosto– Leonid era considerado el hombre más alto del mundo. Había alcanzado una estatura de 2,57 metros, hecho que no había pasado desapercibido para los representantes del Guinness World Records que, en repetidas ocasiones, quisieron certificar su descomunal estatura. Pero, Leonid siempre se negó. Nunca dejó que los hombres del Guinness le midieran.
'No tengo ningún deseo de ser célebre, así que no deseo salir en ese libro', decía.
De esta forma, Leonid murió siendo un rey sin corona. Rey de las alturas, muy a su pesar, porque aunque no entró en el Guinnes por voluntad propia, los medios de comunicación del mundo entero habían dado a conocer su figura de gigante, con zapatos y manos de gigantes, y sus trajes de mal corte, más grandes y más anchos que su enorme figura, y tan grandes como la tristeza que arrastraba.
Leonid Stadnyk era un hombre abatido y deprimido. Se consideraba muy desafortunado a causa de su enfermedad, la acromegalia, que le había hecho crecer y crecer desde que tenía trece años. Por esta dolencia había tenido que abandonar sus desplazamientos en autobús, su amado oficio de veterinario, se había quedado casi ciego y no había conocido mujer.
'No quiero inflingirle este problema mío a una mujer. No sería justo para ella', solía decir.
Su historia, salpicada de penurias, había atravesado las fronteras de Podolyantsi.
Desde 2005, el zapatero alemán Georg Wessels le confeccionaba y regalaba zapatos ortopédicos para su inusual talla: calzaba 64. Quizá conmovido al saber que Leonid había tenido que abandonar su profesión de veterinario, luego de que sus pies se le hubiesen congelado por ir a ejercer en calcetines, en lugar de calzar zapatos. Leonid no podía permitirse pagar zapatos hechos a su medida, y así, llegado el invierno, le había sobrevenido la desgracia. Entonces Leonid abandonó su profesión de veterinario certificado y de cirujano veterinario, y se dedicó a trabajar en la pequeña huerta familiar, de la que eran vecinos 3 vacas y algunos cerdos y pollos, también propiedad de los Stadnyk.
En Internet se puede encontrar una foto suya en la que aparece posando con gran delicadeza su enorme mano de 31 centímetros, con uñas cortadas y limpias, sobre un ternero que asoma su cabeza a través de una cerca. Mirándola, no es difícil imaginar lo que supuso para Leonid su renuncia.
A pesar de todo, Leonid tuvo un año gratificante en su vida: el 2008 . Durante ese año, el entonces presidente ucraniano Víktor Yúshchenko le regaló un coche a su medida –bueno, en el video a bordo del nuevo automóvil parece que las rodillas de Leonid le llegan al tórax– para que pudiera volver a desplazarse.
Leonid solo había podido montar en autobús hasta que su cuerpo llegó a los dos metros. Después, su continuo crecimiento lo hizo imposible.
Por desgracia, su vida de conductor no duró mucho. La visión se le fue apagando y el coche quedó aparcado en la entrada de su modesta casa.
También, por su especial estatura sus convecinos le construyeron y regalaron una bicicleta a su medida, en ese pródigo 2008. Y por igual motivo la empresa local de telefonía le regaló un ordenador y le suministró el servicio de Internet, gracias al cual pudo chatear y hacer algunos amigos en diferentes lugares del mundo. Y las de gas y agua no fueron menos. Le llevaron sendos servicios a su humilde hogar.
De alguna forma, su enfermedad, que tanto le había quitado, algo le devolvió. Hasta tuvo la fortuna de que un lejano pariente alemán lo invitase a su casa en Baden-Baden, y lo llevase a un lujoso restaurante a probar ancas de rana y luego a conocer lo que era una montaña rusa.
Todo eso más su mundo interior, que lo mantenía triste, vivió Leonid Stadnyk hasta el pasado 24 de agosto en que le sorprendió una hemorragia cerebral que se lo llevó a la tumba.
El hombre que se había hecho famoso por su elevada estatura, a la que consideraba fruto de un castigo divino, descansó.
Sin embargo, su deseo de siempre de 'ser como todo el mundo' no se cumplió ni siquiera después de muerto.
Para poder llevarlo a enterrar tuvieron que trasladar su pesado cuerpo de 200 kilos en la parte trasera de un camión.
La desaparición de Leonid nos lleva hasta otro rey de las alturas. Este, sí, un rey coronado por el Guinnes World Records. Se llama Sultán Kösen, nació el 10 de diciembre de 1982 y es de nacionalidad turca.
Sultán mide 2,51 metros de altura, y desde 2010 su crecimiento se ha detenido gracias a la operación que le practicaron en el Hospital de la Universidad de Virginia (USA). En 2012 dijeron que estaba curado.
Sultán se muestra en todos sus registros públicos como un hombre desenfadado y coqueto. Siempre con buena ropa, posando como un modelo y dejando que posen sobre su regazo delicadas bellezas rubias. Su figura es estilizada y tiene unos pequeños dientes que no deja de mostrar, porque siempre se muestra sonriente.
Sultán al igual que Leonid nació en una pequeña aldea. La de él de tan solo 16 casas. De pequeño, sufrió porque en el colegio le ponían motes y se burlaban de su elevada estatura. Y también sufrió, y sufre, en su fisiología. Tiene que caminar apoyado en bastones debido a que sus articulaciones no se pueden desarrollar adecuadamente.
También, Sultán proviene de una humilde familia de agricultores –padres, tres hermanos y una hermana– que no tuvo para pagarle zapatos hasta que el hijo se hizo famoso y surgieron mecenas que costearon todo su vestuario.
El hombre más alto del mundo trabaja parcialmente en la granja de sus padres, y gusta de jugar con amigos en el ordenador. Además, ha recibido muchas prebendas gracias a su reinado del hombre más alto del mundo. No todas las que desearía para favorecer a su familia, según dice, pero las ha tenido.
En el 2010, en una visita a España para promocionar el Guinnes –el libro es el más vendido en el mundo. Unos cien millones al año–, Sultán declaró que el reconocimiento a su colosal tamaño había significado 'un honor y un sueño hecho realidad', para luego agregar que gracias al mismo había conocido distintos países y personas. Viaja en clase preferente y le tienen que reservar tres asientos para él solo.
A diferencia de Leonid, durante muchos años Sultán Kösen hizo público que se moría por encontrar novia, aunque se lamentaba: 'Es difícil encontrarla. Por lo general tienen miedo de mí'. Sin embargo, no cejó en su empeño hasta alcanzarlo.
El año pasado se casó con Merve Dibo, una joven siria de 21 años, que con su 1.75 metros de estatura solo le llega hasta su cintura.
Merve no es la chica rubia, guapa, culta y de 1.85 metros –sin tacones– que él reclamaba. Pero él dice que ella es su amor. Que lo de ellos fue amor a primera vista.
La boda de Sultán Kösen fue muy concurrida: 1.500 invitados. En las fotos de cerca se le ve exultante y con un traje de tan excelente corte que parece haber sido hecho para un lord inglés. Se lo habrán regalado, qué duda cabe, pero seguro que él eligió modelo o, mejor aún, buen sastre. Un aspecto suyo muy acorde con deseos no muy lejanos: quería ser modelo.
También, hay video de la boda. Y en este se le ve bailar. Apoyado en sus dos bastones y sin tantos movimientos, pero invita a bailar a su princesa de blanco y la hace girar con gran elegancia. Y se le ve cortar la tarta nupcial que, montada sobre una mesa, le llega casi hasta su altura. Todos los detalles pensados. Un bonito enlace nupcial.
Tras narrarles estas dos vidas, uno se pregunta si en estos dos casos vale aplicar aquello de que el ‘éxito’ o el ‘fracaso’ de nuestras vidas depende de la forma en que percibamos y abordemos nuestra propia realidad. Vaso lleno, vaso medio vacío.
Quizá lo suyo sea corroborarlo, pues en estas dos vidas las evidencias sobre quién resulta ‘triunfador’ son aplastantes.
Pero la modesta ropa de Leonid, incluso la que parecía pertenecer a un vecino más grande y corpulento que él; su mirada afable; su aire pueblerino; su enorme y pesada mano acariciando con ternura la cabeza del ternero y su rechazo a que su rareza –que le había causado tanto sufrimiento– quedara registrada como algo sin igual, no solo me conmueven sino que me hacen tenderle la mano a su inusual y delicada sensibilidad.