Solo faltan pocas horas para que arranque el Carnaval de Barranquilla y la seño Yilda Fruto reúne a niñas y niños que hacen parte del grupo Raíces de Nueva Colombia. Les pide que se estén quietos, ordenados y concentrados. Algunos de ellos, con los pies descalzos sobre el pavimento agrietado, se miran con otros que permanecen inmóviles, en silencio, frotándose las cabezas con las manos en la oscuridad de la noche, a la espera de un grito de mapalé.
Los más pequeños se hacen los de oídos sordos y empiezan lentamente a contorsionar sus cuerpos, sin el más mínimo reparo de atención hacia los demás. Da la impresión de que por sus mentes recorre sin parar la melodía que hace el tambor alegre, el guache, la tambora y los golpeadores entre sí, como si no pudieran dejar de sentirla, con una necesidad ineludible de sacarla de sí mismos con las manos y los pies. De repente, repican los cueros de los tambores y se levanta el polvorín del suelo.
El frente de la casa de Yilda se convierte en una tarima, un escenario aplaudido por los vecinos de Nueva Colombia, que ven a sus hijos hacerle honor a un baile ancestral, traído a Barranquilla por los viejos hace más de 100 años. Alzan los brazos, palmotean, mueven los hombros hacia adelante y hacia atrás, se menean y agitan sus pechos en cada golpe de la tambora. Por primera vez en toda la noche todos están concentrados, coordinados y siguiendo el compás de la ‘seño’ que guía a la comparsa entera gritando 'el mapalé'.
Hacen un círculo, y pareja por pareja salen al frente y se exhiben ante el grupo entero para demostrar cómo es que se baila ese ritmo que hierve la sangre. Es el momento más álgido del mapalé, un enfrentamiento musical lleno de pasión en estos jóvenes que no superan los 15 años, y que desde el vientre están escuchando sonidos de percusión. En torno al baile, sus miradas jamás se pierden: se ven directo a los ojos, sin pestañear y con una sonrisa de oreja a oreja, llena de ansiedad.
Al final, los tres músicos de la tambora hacen un último estruendo con sus manos y acaban la pieza. Sudados y con los pies curtidos, los bailarines posan y hacen una venia. Es el primer receso del ensayo. Así ha sido desde el 2002, también desde enero de este año y así lo será por toda la semana previa al Carnaval, para seguir alegrando el próximo sábado y domingo, tanto a los que se sientan en los bordillos de la calle 17, como a los que permanecen bajo la sombra de los palcos de la Vía 40, en Batalla de Flores y Gran Parada.

La familia de la profesora Yilda Fruto se vincula en el diseño y la confección de los trajes del grupo.
Yilda también hace una pausa e invita a ingresar a su vivienda para enseñar las prendas que lucirán sus pupilos en el Carnaval. En la humilde sala de su casa guindan sobre una cuerda varias faldas hechas en polipropileno, un material flexible y el más económico del mercado, que pasa por las manos de una modista del barrio -que por cierto también cobra barato-, para terminar justo en las caderas de las niñas del grupo. También hay más atuendos, retazos de telas donadas por amigos, disfraces e instrumentos musicales en cada esquina. Para esta fecha es cuando más se evidencia en este hogar del suroccidente la dedicación de todos los hacedores de un evento que, aunque solo dura cuatro días, explota desde meses atrás el ingenio y la creatividad al límite, aún con pocos recursos.
Ya reposada, Yilda se sienta y carga en sus piernas a su nieta de cuatro años. La niña tiene ambas rodillas raspadas de tanto bailar y, según la abuela, hace esto desde el primer año de vida. No sorprende, proviniendo de una familia de músicos y artistas comprometidos con el folclor, con la raza negra Caribe que se place de ser protagonista de la fiesta más importante de la ciudad.
'Mantener unido al grupo es muy difícil, ¡no crea!, porque la mentalidad de todos en el barrio es de que como somos pobres, como no tenemos pa’ pagar un vestuario, si no le se saca plata a esto no sirve pa’ nada. A todo le quieren poner el signo peso.
'¿Que si me he desmotivado? Claro, pero sigo aquí adelante por los niños, pa’ alejarlos del vicio y el alcohol, pa’ que no sigan malos caminos, como les pasó a los que ya no están aquí', cuenta Yilda mientras peina el cabello de la nieta, que está impaciente porque su abuela salga a la calle y siga el ensayo.

Desde los primeros años de vida, los niños de este barrio aprenden a dominar el mapalé.
En sus 44 años de vida, esta barranquillera se ha desempeñado en distintos ámbitos laborales con el fin de sostener una familia de dos hijas menores de edad: ha sido bailarina de danza folclórica, camarera de hotel y empleada doméstica. Cuando pasa el Carnaval, tal y como el del año pasado, en el que quedó endeudada tras haber comprado zapatos y accesorios para los niños, tiene que salir a dar la cara y solucionar. En ese entonces tuvo que ingresar por un tiempo a una casa de familia y trabajar en los oficios del hogar. Ella mantiene su convicción de que eso no importa si al final queda la satisfacción de haber cumplido su objetivo.
'A veces hacemos rifas con los mismos integrantes del grupo, unos se llevan unos números, otros no los pagan, y bueno… Yo soy la madrina y directora del grupo de corazón: aquí viene to’ mundo, y a to’ mundo recibo. Es que a mí sí me preocupa mucho la situación de los niños, porque es que ya no tenemos niños, como diríamos… ‘inocentes’. ¡Ya estos niños saben!', dice recalcándolo, y señala afuera, a unos niños que aprovecharon que los músicos se fueron y dejaron sola la tambora, para cogerla y hacer bulla.
La seño Yilda es consciente de que tiene que hacer esto todos los años de su vida para proteger la identidad cultural que les pertenece, para explicarles a todos los niños quiénes son, de dónde vienen, para dónde van y por qué hacen eso. Por eso se ha ido formando y hoy es técnica en artes escénicas con énfasis en danza, graduada de la Escuela Distrital de Artes, y además es instructora de un programa que maneja la Secretaría de Cultura de la Alcaldía de Barranquilla.
Irónicamente, con este proyecto trabaja con las comunidades de La Paz, Rebolo y La Luz, menos con la suya. Ella va a donde la Alcaldía la lleve. Entonces, en su tiempo libre, les enseña todo lo que sabe a los menores de Nueva Colombia, utilizando sus propios medios. A todo el grupo se lo echa al hombro, porque de ninguna parte llegan ayudas o recursos significativos, ni para atuendos, ni para traslados o incluso refrigerios. Difícil de creer para una ciudad que se proclamó Capital Americana de la Cultura en el 2013.
Con todo y esto, ya están ultimando detalles: el sábado van para la calle 17 a bailar en la Batalla de Flores, que para Yilda, es evento de público agradecido, que logra ver la expresión en el rostro de los jóvenes que bailan sobre el asfalto, bajo rayos de un sol inclemente que penetra y quema la piel. El domingo salen por la Vía 40, y concursan por los premios que da Carnaval S.A. a las mejores comparsas, como una forma de estimular el trabajo. Raíces de Nueva Colombia, con su mapalé, va por lo suyo, tal y como en años anteriores, en los que han ganado menciones.
Lizaura, de 13 años, entra a la casa. Cruza unas palabras con la seño, así como también otros niños que entran y se pasean por la sala como si estuvieran en sus casas. Ellos son realmente una sola familia, no solo por esa fraternidad que un grupo de baile puede provocar, sino porque en realidad, en el grupo de danza, hay primos y hermanos del barrio entero. Todos se conocen y saben bien lo que es compartir cuando hay poco.
Vuelven y suenan los golpeadores de la tambora. Es el llamado para la segunda tanda de ensayo de la noche y Yilda tiene que regresar a la tarima improvisada a seguir regando a punta de mapalé las ‘raíces’ del barrio. Nueva Colombia, que en su momento fue considerado un territorio de invasión, representa mucho más que un sector de afrodescendientes en Barranquilla: es una mina virgen llena de riqueza cultural, ansiosa de ser explotada por quienes de verdad creen que a través de la cultura y la educación hay forma de salir adelante.