El Heraldo
Yesenia Torres, Day Montes Tapia y Elber Salcedo son tres de los desarraigados de El Salado. Johnny Hoyos y María Victoria Bustamante.
Región Caribe

El desarraigo - capítulo 6

Yesenia Torres, Elber Salcedo y Day Montes narran el dolor de la masacre de hace 20 años, la posterior huída de El Salado y lo difícil que ha sido reconstruir sus vidas en una tierra que no les pertenece. Ya perdieron la esperanza de la reparación.

Yesenia: testigo protegida y mujer superpoderosa de El Salado

A pesar de que su madre hace 20 años fue torturada, humillada, deshidratada y obligada a mirar los espeluznantes asesinatos en la cancha del pueblo, Martín, de cinco años, le puso su propio apodo a El Salado, que a su vez es el apodo que sus habitantes le pusieron hace varias décadas al corregimiento carmero de Villa del Rosario, pero que para Martín no se llama ni como el uno ni como el otro sino “El pueblo bello”.

El Salado es el pueblo bello de los abuelos de Martín, de las tortugas con las que juega bajo el sol caliente de los Montes de María que a cualquier bogotanito de cinco años lo sofoca de felicidad, y es el pueblo bello del que su madre, milagrosamente, salió con vida tras la horrenda masacre de más de un centenar de personas entre el 16 y el 22 de febrero de 2000. Es también el pueblo bello al que Yesenia Torres Vizcaíno, hoy con 40 años, regresa cada vez que puede, con sus hijos, especialmente con Martín, “para acordarme y para no olvidar”.

Los cuatro, Yesenia, Martín, su otra hija, Valentina, de 17 años y su esposo Pablo Malagón, con quien se casó un año después de la masacre, viven en Bogotá. Todos son de la capital menos ella, que es saladera, pero el tiempo que lleva en la ciudad le juega malas pasadas en su acento. Siempre está sonriente, y cuando habla de cosas tristes igual se obliga a sonreír resiliente. Su energía es tranquila y sabia. Sin embargo, su historia es de terror.

“Estábamos en la casa de mis papás y salimos a ver a mi hermana Dioselina y en el transcurso de la caminata escuchamos los disparos, y salimos a correr, nos metimos a la casa de la señora María Bernarda, estuvimos casi todo un día ahí, y ya por la tarde cuando empezaron a golpear las puertas y a tumbar todo, salimos corriendo por el patio trasero y cada uno tomó una ruta. Y ahí empieza esta historia. Yo fui secuestrada en el terreno de los Arias, estuve un tiempo bastante largo para mí en ese entonces, no sabía si era por la mañana o por la tarde, porque se te pierde la noción del tiempo y no sabes cómo estás. Yo fui un poco torturada y, como no me dejé vencer, eso es lo que a los malos no les gusta. Fue una tortura complicada, me torturaron con cactus, cardones, como se les diga. La enfermera (alias María), que fue una señora que me torturó, era como lesbiana y ella incitó a que pasara todo esto. (…) Había unos 12 o 15 paramilitares”, cuenta, al lado de sus hijos y su esposo, con los ojos más brillantes y más húmedos de lo habitual, pero sin lágrimas.

Además de la tortura física, la sometieron también a la tortura sicológica de hacerla presenciar desde donde estaba los crímenes, entre los que había degollamientos y decapitaciones, contra sus coterráneos, a quienes conocía y quienes la conocían a ella: “Cada vez que asesinaban a alguien se escuchaba por el radio, además por el escándalo que tenían con sus tambores, con sus gaitas. De donde estaba se podía observar todo el panorama. Estaban reunidos en la cancha. Y ver cómo asesinan a una persona es lo más duro que te puede pasar a ti en esta vida”.

Yesenia Torres, su esposo Pablo Malagón y sus hijos Martín y Valentina. Johnny Hoyos

Cuando todo el horror estaba por terminar a Yesenia la sorprendió una imagen particularmente indignante: “Cuando entro el Ejército estaban mezclados con los paramilitares, porque cuando llegaron se escuchaba que todavía los paramilitares no se habían ido. Y toda la masacre se pudo evitar, porque además El Carmen de Bolívar y El Salado no están muy lejos, se podían oír los disparos, los helicópteros, el avión fantasma”.

Al final de la masacre, cuando se reencontró con su familia, luego de atravesar el cementerio de ‘tumbas’ abiertas que era su pueblo en ese momento, simplemente se desplomó: “Salí de donde estaba, atravesé el patio de la señora Yasmide, tomé agua en la alberca, salí por la cancha. Ver los cadáveres ahí, casi que pisarlos, es duro. Y me cuentan que llegando me desmayé y que me llevaron al puesto de salud, estaba deshidratada, me dieron suero, no me dieron comida ni agua durante dos días, y cuenta mi papá y Jadid, un conocido, que ellos me llevaron al puesto de salud pero yo no me acuerdo de eso, no sé por qué no logro ubicarme en ese espacio”.

A los dos días la familia Torres Vizcaíno decidió irse de El Salado hacia El Carmen, “porque decían que todos los saladeros se iban a morir”. A la semana llegaron a Bogotá como testigos protegidos por la Fiscalía y Yesenia rindió declaraciones ante el fiscal Luis Orozco, en Barranquilla, quien les ayudó a que les asignaran una vivienda en la localidad de Suba, al norte de la capital, y les pusieran protección especial.

Aunque contaron con una suerte que no tienen todos los desarraigados de la violencia, no todo fue color de rosa: “Vienes desplazado, vienes de estar con tu familia, vienes a aguantar frío, acá las personas son un poco intolerantes porque dicen ‘son costeños, son escandalosos’, y si decías que eras desplazada, peor, y si mencionabas la masacre de El Salado entonces se hacían unas películas en su mente que ni te imaginas”.

No obstante, Bogotá le permitió a Yesenia sobrevivir, terminar de estudiar la secundaria, luego con su familia tuvieron un restaurante durante cinco años y ahora ella trabaja como operaria en la compañía de restaurantes mexicana La Divina Providencia en asociación con las colombianas Andrés Carne de Res y Kokoriko.

Dice que perdona a sus victimarios, porque “uno no debe pagar con la misma moneda al enemigo, hay que amarlo y perdonar” y saluda las reparaciones estatales que han recibido los saladeros: “Yo felicito y bendigo a esa plata y a las personas que ya la recibieron. A mí todavía no me han llamado pero dicen por ahí que hay una carta donde aparezco”.

Sus padres volvieron a El Salado y ella se quedó en Bogotá con su familia. Todos los diciembres se pone triste por no estar allá, con ellos, pero los viejos les mandan suero y ajonjolí en neveras de icopor. Y todos los febreros, además, Yesenia recuerda lo sucedido, respira profundo y se dice ella misma un mantra, que la ayuda y que la sana, para seguir sobreviviendo: “Yo soy la resistencia, yo soy lo que dejaron, yo soy superpoderosa”.

La vida de las víctimas de El Salado en Sincelejo
Elber Salcedo María Victoria Bustamante

A 1.018 kilómetros de Bogotá, donde vive Yesenia,  está Elber Salcedo Figueroa quien llegó a Sincelejo huyendo de la sangre y el dolor de su natal, El Salado, tras la masacre paramilitar.

Elber, que en ese entonces tenía 25 años, asegura que a esa edad se sentía un hombre próspero. “Tenía unas vaquitas, gallinas y cerdos y todo eso tuvo que dejarlo para huir por el monte con mi esposa y con mi hijo mayor que para ese entonces alcanzaba los nueve meses de nacido”.

Recuerda que estuvo cinco días en el monte, huyendo de los violentos que para su fortuna no se lo encontraron y le permitieron seguir viviendo, aunque en medio de muchas dificultades.

Y no es para menos, desde que salió desplazado ha sobrevivido como cotero en la plaza de mercado a la que llega  todos los días a  la 1:30 de la madrugada desde el barrio La Victoria,  zona sur.

“La vida aquí no ha sido fácil, pero lo importante es estar vivo”, anota este hombre que en ocasiones llega con las pilas puestas a descargar mercancía y no encuentra trabajo, por lo que “pierdo la madrugada”, dice mientras sostiene sobre su cabeza un costal lleno de frutas.

Asegura que cuando huyó lo más difícil era el temor de encontrarse en el monte con los paramilitares. Ese miedo aún lo acompaña, por eso entre sus planes no está retornar a El Salado y menos ahora que la seguridad se ha vuelto a enrarecer.

Le recrimina al Estado la demora en la reparación, y asegura que la última vez que recibió ayuda humanitaria (alimentación) fue hace 10 años.

Day Montes María Victoria Bustamante

Otro desplazado de la masacre, Day Montes Tapia sobrevive en el mercado de Sincelejo vendiendo jugos de naranja que carga  en una jarra.

De El Salado salió junto a sus papás y nueve hermanos en el año 2000 y retornaron dos veces más, pero la situación de seguridad y económica no era la  mejor y por eso decidieron quedarse en Sincelejo.  «Aunque la forma de vida no es buena siempre nos estamos remediando», asegura este hombre de 38 años.

Llegó a Sincelejo a los tres días de la masacre, “eso fue muy grande, no lo superamos, pero aquí estamos saliendo al paso”.

Al igual que su coterráneo salió por el monte dejando atrás el futuro que sus padres habían construido para ellos, sus 10 hijos, y aunque a estas dos víctimas de desplazamiento forzado no les asesinaron familiares, sí amigos y vecinos y eso para ellos también ha sido doloroso.

“Si los grupos armados no hubiesen llegado a El Salado mi forma de vivir fuera otra porque mis padres se dedicaban a la agricultura y la ganadería, a la siembra de tabaco”, asegura este hombre que reside con sus padres en el barrio Divino Niño, también en la zona sur.

Montes Tapia dice que el proceso de reparación de su familia no se cumplió, no tienen casa y la última vez que recibieron la ayuda humanitaria fue hace cuatro años.

Es enfático al decir que ya no tiene ganas de regresar a El Salado porque las condiciones de seguridad se han desmejorado, por lo que reclama más pie de fuerza para esas familias que están en el territorio.

Day llega todos los días a las 4:00 de la mañana a la plaza de mercado a vender 15 jarras de jugos, dependiendo las ventas puede finalizar su jornada entre la 1:00 y las 2:00 de la tarde.

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