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Kurt Cobain: "Mejor arder que apagarse lentamente"

El 5 de abril de 1994, Kurt Cobain se suicidó disparándose en la cabeza. Su muerte significó el fin de Nirvana, la banda más popular de los años noventa. Fue también el epílogo del grunge, un movimiento musical caótico  que nació con los días contados ¿Qué queda de todo eso?

Por: Fabián Buelvas*

A principios de 1988, en una carta dirigida al baterista Dale Crover, Kurt Cobain (1967-1994) escribió: «AH, NUESTRO ÚLTIMO Y DEFINITIVO NOMBRE ES NIRVANA». Había anotado una larga lista de opciones en su libreta: Poo Poo Box, Designer Drugs, Whisker Biscuit, Spina Biffida o Gut Bomb, pero los rechazaba porque no le parecían lo suficientemente excéntricos o graciosos para su banda punk. Mientras se le ocurría un juego de palabras capaz de adherirse en la cabeza de quien lo pronunciara, la banda sin nombre tocaba en garajes, bares y bodegas de Aberdeen, un pequeño y apacible pueblo de leñadores del estado de Washington, Estados Unidos. A los conciertos asistían adolescentes malhumorados que oscilaban entre la cárcel y el suicidio, quienes convertían la fiesta en una batalla campal con latas de cerveza y guitarras rotas volando por los aires. Alborotaban a los presentes con riffs pegajosos y solos distorsionados que parecían ruido blanco. Si tenían suerte, Cobain, el bajista Krist Novoselic (1965) y el baterista de turno (Dale Crover estuvo en la banda apenas unos meses) presentaban su show en pueblos cercanos; subían a su desvencijada camioneta en dirección a Raymond, donde vivían tres mil personas, Tacoma, ciento cincuenta y ocho mil, Seattle, quinientos mil, u Olympia, la capital, veintisiete mil. Si tenían mucha más suerte, les pagaban por tocar. 

Tres años después, a finales de 1991, Nirvana se convertía en la banda más popular de Estados Unidos. Nevermind, su segundo álbum, subió a la cima pocos meses después de su lanzamiento en septiembre y destronó los trabajos de Michael Jackson, U2 o Guns N’ Roses. La banda tenía su estilo propio, el grunge, un sonido que heredaba la agresividad y la suciedad del punk. Nirvana se convirtió en el ícono de una generación extraviada y rabiosa con ganas de destruirlo todo, incluso a sí mismos. Y eso fue lo que hicieron.

Todo está demasiado bien

A finales de los ochenta y principios de los noventa, la economía de Estados Unidos estaba en su esplendor. El sueño americano era una realidad: todo el mundo tenía un buen empleo y ganaba bastante bien. Cualquier otra cosa que hiciera el gobierno, como avivar guerras en Centroamérica y Medio Oriente, defender el regreso de los viejos valores o enseñar creacionismo en las escuelas, no eran asunto de nadie. No querían hacer lo mismo que sus padres, protestar contra Vietnam y en favor de las libertades individuales; deseaban sosiego y salud para trabajar y comprar las cosas que sus padres les negaron. La caída de la Unión Soviética (1991) significó el final de la Guerra Fría y supuso el triunfo del capitalismo. Hay quien dijo que la historia se había acabado, que las grandes disputas ideológicas habían muerto y que de ahora en adelante el mundo disfrutaría las bendiciones de la democracia liberal.

Los hijos de esta generación obrera crecieron solos en casa, viendo televisión y escuchando música en Walkman o en los equipos de sonido de sus padres, ajenos a lo que acontecía fuera de sus paredes. Este sentimiento de orfandad, de poca valía, les hizo pensar que el mundo no era el paraíso que pregonaban sus padres. A diferencia de generaciones anteriores, no tenían ningún interés en modificar el estado de cosas, simplemente volcaron en sí mismos la sensación de malestar. Odiaban a sus padres por abandonarlos, a la escuela por decirles qué hacer y al gobierno sin saber exactamente por qué. El malestar se convirtió en odio y el odio, llevado al límite, se transformó en apatía. 

De este coctel emocional emergió el grunge, la música de los huérfanos del norte de los Estados Unidos, de los pequeños pueblos donde no pasaba nada. Fue la respuesta de una generación que nunca supo bien qué estaba pasando con ella. La industria musical se centró en el llamado Circuito de Seattle, de donde salieron bandas como Soundgarden (1984), Alice in Chains (1987), Mudhoney (1988) o Pearl Jam (1990). Todas fueron un éxito, los músicos acaparaban portadas de medios como Time y los empresarios se frotaban las manos. El grunge pasó de las alcantarillas a los reflectores. Sobre la tarima, con las luces apuntando hacia sus ojos, estaba Nirvana.

El sistema cometió un gran error al no ir más allá y encontrar bandas distintas a las que había aquí

«¡Soy una criatura voluble y lunática!»

Llamar a la banda Nirvana no era lo que Kurt parecía tener en mente. La palabra era solemne y ni siquiera hacía alusión a algo concreto. Cuando le comunicó a Dale Crover su decisión, escribió que el nombre era «Ohhh, un misterioso y místico sino», a modo de justificación. Lo cierto es que en ese entonces Kurt se había vuelto budista, decisión que tomó después de ver algunos programas de televisión sobre aquella doctrina. La idea le duró pocos días.

Kurt Cobain era un raro entre raros. A veces daba la impresión de que sus ideas y sus comportamientos eran erráticos, quizá como consecuencia de la heroína que consumía; en otras ocasiones se mostraba como el líder creativo de la banda y el vocero de su generación, así renegara de ello frente a las cámaras. Es probable que haya sido ambas cosas, un híbrido entre lo que era, lo que proyectaba, y lo que comunicaba la prensa. Y lo mismo puede decirse de Nirvana: más allá de su historia marginal, sus inicios punk y su estética avejentada, buena parte de su éxito se debió a la combinación de guitarras sucias con tonadas pop, algo que se alejaba de la ortodoxia grunge.

Cobain era consciente de las críticas, y las detestaba. Novoselic le decía que se relajara, que estaban en la cresta de la ola y que siempre habría alguien con ganas de joderlos. Cada opinión era un golpe mortal que él desestimaba asegurando que no le importaba la crítica. Consideraba que su adicción a la heroína, la depresión y una enfermedad estomacal eran una especie de demonios con los que debía cargar si quería ser creativo, aún a costa de su salud. La paradoja del maldito —y Cobain era uno de ellos— es que crear significa padecer, pero no hacerlo es la nada, el peor de los sufrimientos posibles. Volvía en su contra todo lo que hacía: rechazaba la fama que se había empeñado en conseguir, la degradación de un movimiento que ayudó a popularizar y, al final, la familia que había formado.

Todo vuelve a estar bien

Kurt Cobain decidió acabar con su vida el 5 de abril de 1994. Se encerró en su casa en Seattle, inyectó una dosis considerable de heroína y después se disparó en la cabeza con una escopeta. Dejó una extensa carta para su esposa y su hija: «Lo siento. Por favor no me sigas. Lo siento, lo siento, lo siento» y, poco antes de firmarla, resumió su vida en una frase: «Es mejor arder que apagarse lentamente». El cadáver fue encontrado tres días después en su casa en Seattle, a donde había ido luego de escapar de un centro de rehabilitación.

La banda se desintegró y nadie tuvo que decirlo. Estaba claro que Nirvana era Kurt. El grunge tampoco sobrevivió mucho tiempo, bien porque otras bandas también estaban formadas por suicidas, o porque mutaron hasta dejar atrás el movimiento. «Creamos todo esto por la libertad, para poner lo que queríamos en nuestras grabaciones, el sistema cometió un gran error al no ir más allá y encontrar bandas distintas a las que había aquí», dijo años después Eddie Vedder, vocalista de Pearl Jam. 

Nadie diría hoy, como se dice cada tanto del rock, que el grunge no ha muerto. Se apagó para siempre en 1994, hace veinticinco años, luego de un camino breve hacia ninguna parte. Aquellos jóvenes autodestructivos y lúgubres se convirtieron en los adultos que detestaban, en una copia de los padres que odiaban. Muchos votaron por Trump y se hacen los locos con el cambio climático, como en los viejos tiempos. Las pocas guitarras estridentes que quedan están arropadas por ejecutivos sugiriendo qué tanto ruido pueden hacer para no hacer daño. Todo vuelve a estar demasiado bien. ¿Hay alguien que quiera destruir este mundo? ¿Alguien?

*Autor del libro de cuentos La hipótesis de la Reina Roja, (Collage, 2017).   

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