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La audiencia de reconocimiento público de 12 miembros del Ejército del Batallón de Artillería No 2 La Popa, imputados por el asesinato de 127 personas en el norte del Cesar y el sur de La Guajira, entre 2002 y 2005, es uno de los hechos más significativos de los que se tenga memoria, en honor de la verdad que demandan las víctimas de los ‘falsos positivos’, en la región Caribe. Este encuentro, ciertamente indispensable, será clave para poner punto final a la escandalosa impunidad alrededor de estos crímenes. Hace justo un año, la Sala de Reconocimiento de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) dio un primer paso al declarar como máximos responsables, por su participación determinante en los homicidios, calificados como crímenes de guerra y de lesa humanidad, a un total de 15 militares que cometieron las gravísimas conductas delictivas. El segundo movimiento se dará, entre hoy y mañana en Valledupar, durante la histórica diligencia judicial en la que los uniformados, finalmente, les darán la cara a quienes han esperado conocer verdad plena sobre lo sucedido a sus seres amados hace casi 20 años.

No todos los imputados estarán en la audiencia debido a que, por distintas razones, tres decidieron no reconocer su responsabilidad en el plan criminal que derivó en el ataque generalizado y sistémico contra estas personas, todas civiles. Son, por cierto, los dos oficiales de más jerarquía: los tenientes coroneles Plubio Hernán Mejía y Juan Carlos Figueroa. El tercero es el mayor José Pastor Ruiz Mahecha. Que no comparezcan no significa que no tengan que responder por los espantosos crímenes que les imputa la JEP y por los que podrían ser condenados a 20 años de cárcel. En cada uno de los casos, el tribunal logró establecer los roles que desempeñaron en este patrón de asesinatos, articulado con macabra precisión, a partir de objetivos, recursos y modos de operación, absolutamente ilegítimos. Todo con el propósito de obtener “muertos en combate” que les permitieran mostrar ante sus superiores resultados operacionales, supuestos avances en la guerra o la consolidación del territorio bajo su control. Casi siempre lo hicieron en alianza con organizaciones paramilitares con las que se dividieron las funciones de planeación, ejecución o encubrimiento. Formas de criminalidad que fueron sofisticando cada vez más.

Llegar hasta este punto no ha sido una labor fácil. Muchos de los hoy comparecientes, de manera recurrente, habían negado su responsabilidad, pese a las múltiples denuncias. En otras situaciones, por desconocimiento o tras ser amenazadas y estigmatizadas para que no reclamaran justicia, las víctimas vieron limitada su capacidad de esclarecer los crímenes. Con maquiavélica precisión, los asesinos lo dejaron todo bien arreglado. De los 127 asesinatos documentados, la JEP concluyó que 71 fueron investigados por la justicia penal ordinaria o la militar, pero solo hubo condenas en cinco casos. Prácticamente, el proceso de contrastación judicial debió empezar de cero, pero las evidencias eran tan ostensibles que la verdad pudo ser reconstruida paso a paso. Por un lado, se determinó que las primeras víctimas fueron señaladas, sin ninguna prueba, de ser delincuentes o parte de grupos ilegales. Por otro, se supo que la presión por más resultados sumada al nefasto sistema de incentivos y estímulos en el interior del batallón, llevó a los militares a seleccionar a personas extremadamente vulnerables como su nuevo blanco. Buena parte de ellas trasladadas desde Barranquilla a Valledupar.

Casi que en una tarea de elaborada sinergia, escalaron el horror de sus aberrantes prácticas a complejas estrategias de engaño para reclutar víctimas y simular combates. Como si se tratara de una operación de altísimo nivel, financiada además con dineros públicos, lograron estructurar una aterradora diferenciación de funciones para perpetuar sus procedimientos criminales bajo un entramado de intimidante impunidad. Ninguna de sus acciones fue justificada, aislada o cometida de manera espontánea. Ninguna. Cada hecho obedeció al mismo patrón criminal que, en el caso particular de los 12 miembros de los pueblos indígenas Kankuamo y Wiwa, causó un “daño grave, diferenciado y desproporcionado”. Entre los peores, el asesinato de Nohemí, una niña wiwa, de 13 años. Basta de silencio e impunidad. Ha llegado el momento de escuchar a las víctimas para cerrar este ciclo de infamia. Sin verdad plena ni reconocimiento de responsabilidad no será posible sanar ni garantizar que este horror jamás se repita.