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Los asesinatos selectivos se están volviendo paisaje en el Atlántico. No estamos presuponiendo nada distinto a lo que es evidente. En menos de una hora, entre las 7:30 y las 8:25 de la noche del 1 de diciembre, mataron a cinco personas en el departamento. El primero de los casos se registró en Polonuevo. Otras dos personas fueron baleadas en Sabanagrande. Posteriormente, una mujer resultó acribillada en el interior de su propia casa, en Palmar de Varela. Y en Barranquilla, un hombre fue atacado a disparos. Si esto no fuera ya lo suficientemente preocupante, en la noche del 3 de diciembre, dos personas murieron y tres quedaron heridas de gravedad en Repelón, luego de una incursión de sujetos de los que poco o nada se sabe.
Sí, aparentemente son casos aislados, de acuerdo con las hipótesis iniciales de la Policía, pero existe un común denominador que no se debería subestimar: todos los homicidios fueron perpetrados por sujetos armados que se desplazaban en moto o, lo que es lo mismo, sicarios que tenían absolutamente definidos sus objetivos. Cabe esperar que la justicia, como es su deber, determine responsabilidades, sin embargo, no deja de llamar la atención e incluso de sorprender, la sensación de impunidad con la que estos criminales se mueven a sus anchas sin el menor resquemor de que van a tener que responder por lo que hicieron. También inquieta la actitud asumida por el secretario del Interior del Atlántico, Yesid Turbay, o la del alcalde de Repelón, Wilfrido García, quienes al atribuir lo sucedido a disputas por microtráfico entre estructuras ilegales, parecerían desentenderse de la gravedad del suceso, sin reparar en su origen ni en fórmulas que desactiven la violencia instalada en ese y otros puntos del departamento.
No nos cansaremos de repetirlo, la reconfiguración de la criminalidad en Barranquilla y los municipios del Atlántico, como consecuencia de la expansión de estructuras armadas ilegales de distintas jerarquías, en clara disputa por el control de las rentas ilícitas, ha adquirido dimensiones realmente escabrosas. Pero sobre todo, aún a riesgo de no acertar en nuestros llamados a ponerle freno, lo que los ciudadanos advierten es que las líneas de acción o medidas de la Gobernación, la Alcaldía de Barranquilla y municipios del área metropolitana y la subregión Centro, entre otras, coordinadas con Policía y Fuerzas Militares, no son efectivas. Seguramente, hará falta que evalúen otras opciones ante los escasos resultados que muestran.
Estamos frente a una situación crítica que no ha dejado de escalar en los últimos meses. En la medida en que el crimen organizado se ha extendido por los territorios del Atlántico, posicionando sus actividades ilegales, en particular narcotráfico y extorsiones, las víctimas aumentan. Son realidades que no se pueden separar. Una se alimenta de la otra. ¿Hasta cuándo lo van a permitir o mejor aún, no es el momento de reconocer el fracaso de la estrategia de seguridad del departamento? Queda la percepción, siempre subjetiva claro, de que no saben qué hacer. Ante la pérdida del control del orden público, la distribución territorial de la Policía no es de gran ayuda. Articular en la misma línea a la Mebar, la DEATA o la Regional 8, en medio de la actual falta de liderazgo del nivel central, no se logra. Por consiguiente, ni se toman las decisiones clave para enfrentar la criminalidad, ni se anticipan a los eventos delictivos mediante inteligencia, ni se judicializan a los responsables de las modalidades de mayor impacto social.
Si bien la Policía y el Ministerio de Defensa deben dar la cara por desaciertos en sus obligaciones, la gobernadora Elsa Noguera y el alcalde Jaime Pumarejo, como los demás mandatarios del departamento, no se quedan atrás. Son los responsables de la estrategia de política pública de convivencia y seguridad ciudadana y mal harían en desligarse de una crisis que se agudiza al término de un violento 2022 para no olvidar.