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Colombia es un carrusel de emociones en el que es posible saltar de la esperanza al desconsuelo en cuestión de segundos. Mientras en Venezuela, Gobierno y Eln retomaban las negociaciones de paz rotas desde hace más de cuatro años, en un nuevo intento para poner fin a su prolongada confrontación armada, en distintas regiones del país la persistente violencia que las consume a diario escribía capítulos adicionales de su inagotable historia de asesinatos, secuestros e intimidaciones. Da igual si estos atroces hechos se escenifican en Cauca, Chocó, Arauca o Norte de Santander, el irrespeto por la vida humana, muchas veces con la connivencia o, cuando menos, indolencia de autoridades e instituciones, se hace cada vez más inaguantable.
Pese a la política de paz total en la que el Gobierno se ha empeñado a fondo, las violencias armadas no paran. De poco valen sus llamados o mensajes. Tampoco los acercamientos con los ilegales parecen funcionar. Por el contrario, el insondable abismo de la guerra sigue profundizándose en regiones históricamente martirizadas por estructuras criminales enfrentadas a muerte por el control de rutas del narcotráfico y otras economías ilícitas. Los hechos hablan por sí solos. En el Andén Pacífico, puntualmente en Nariño, el desplazamiento y confinamiento de miles de civiles se encuentra fuera de control, mientras que en Putumayo, la disputa entre la ‘Carolina Ramírez’ y los ‘Comandos de la Frontera’, herencia de las Farc, se intensifica a diario con brutales impactos humanitarios. En ambos territorios, la ausencia estatal es manifiesta.
El conteo de crímenes de líderes sociales y defensores de derechos humanos tampoco se detiene, a pesar del plan de choque para protegerlos que se puso en marcha. Indepaz documenta, hasta la fecha, 172 asesinatos, ocho más que todos los de 2021. Hacer la paz total con demostraciones de barbarie como estas resulta un desafío descomunal. No solo por la desconfianza instalada en sectores de la sociedad, sobre todo en los territorios donde se percibe a un Estado distante, cuando no inexistente. También porque se echa en falta una estrategia de seguridad ciudadana que disuada, enfrente o controle a los ilegales, en tanto esta se consolida. No queda claro cuál es el papel que juega el ministro de Defensa, Iván Velásquez, en medio del recrudecimiento del conflicto. Sin mínimas garantías para aportar o sumarse a la construcción colectiva de la paz, las comunidades difícilmente favorecerán espacios de diálogo y reconciliación por miedo a retaliaciones. Más allá de los corsés políticos o reclamos ideológicos de derecha e izquierda, la realidad nos confirma la complejidad de la tarea de erradicar la violencia y sus causas.
¿Tiene claro el Gobierno que cimentó su victoria en hacer de Colombia un país de vida y en paz, cuáles son sus líneas rojas en esta etapa inicial de diálogos o definió ya su hoja de ruta hasta alcanzar un primer punto de llegada? Tanto en la negociación abierta con el Eln y, en particular, en los procesos de sometimiento a la justicia que se buscan con otras organizaciones armadas ilegales, el cómo se ejecutarán será determinante en el resultado. Improvisar puede salir caro. Poblaciones enteras afrontan situaciones desesperantes por la reconfiguración del conflicto que ha adquirido dinámicas territoriales propias, activando nuevas guerras, fragmentaciones criminales y hasta transformaciones institucionales erráticas. Si algo quedó claro tras la firma del Acuerdo de Paz con las Farc es que ni las Fuerzas Armadas, ni la Justicia, ni la sociedad como tal se prepararon para responder a los desafíos de la ilegalidad. Esta, es necesario entenderlo así, lleva la delantera y ahora dialogar bajo sus veleidosas condiciones no será fácil. El Gobierno debería reconocer la dificultad que tiene por delante para avanzar con realismo, sin crear expectativas aún irrealizables que conduzcan a prematuras frustraciones.