Mientras el mundo lucha contra la Covid-19 y se aferra a un tiempo de esperanza alentado por las campañas masivas de vacunación en decenas de países; de manera casi deliberada, persiste en ignorar una pandemia encarnizada contra las mujeres, la de los feminicidios y la violencia de género frente a la que existe un silencio cómplice, cruel y doloroso que perpetúa todas las desigualdades.

2020, el primer año de la pandemia, confinó a millones de mujeres y niñas en sus hogares. Para muchas de ellas, un lugar de miedo y abuso, en el que quedaron expuestas a todas las formas de violencia posibles, atrocidades físicas, sexuales, emocionales o sicológicas que no conocen edad ni condición socioeconómica. Sin acceso a servicios de ayuda, lugares para refugiarse o justicia oportuna, estas víctimas quedaron a la deriva en medio de una emergencia de salud pública sin precedentes que ocultó sus propias crisis personales. Tragedias silenciadas por el pánico y el abandono institucional.

El año acabó como inició sumando nuevas víctimas a la intolerable lista de feminicidios que no para de crecer en Barranquilla, Colombia y el mundo: asesinatos motivados por razones de género, muchos de ellos evitables si Estado, gobiernos locales y actores sociales adoptaran medidas inmediatas para trabajar por la prevención, vigilancia y análisis de los factores alrededor de estos hechos violentos y establecieran órganos multidisciplinarios como los observatorios de feminicidios.

Lina Marcela Caballero Zabaleta, de 20 años, fue asesinada en Barranquilla, el 11 de diciembre. El presunto feminicida identificado como Eduardo José Garcés Flórez, de 25 años, intentó quitarse la vida tras apuñalarla en repetidas ocasiones. Según familiares de Lina, este sujeto no aceptaba que la joven hubiera acabado su relación sentimental. Dos semanas después, Karol De Alba Gutiérrez, de 20 años, fue apuñalada por su pareja, Carlos Alberto Rodríguez Donado, de 26 años, quien luego de agredirla se colgó de un árbol en Malambo.

De los 528 asesinatos cometidos en el Atlántico en 2020, de acuerdo con los reportes oficiales, 42 fueron de mujeres, entre ellas dos niñas de 5 años, una de 7 y tres de 16. Se estima que al menos 15 mujeres, dos de ellas menores de edad, resultaron víctimas de sus parejas o excompañeros sentimentales. Hoy Angie Marcela, Vivianci Alejandra, Diana, Yashimar, Daniela, Katiuska, Lina… ya no están entre nosotros: sus historias, truncadas por la irracionalidad de la violencia machista, que jamás sean olvidadas.

Los feminicidios constituyen la forma más extrema de violencia contra las mujeres, el colofón de intolerables manifestaciones de exclusión, desigualdad, abusos e inequidad a las que son sometidas a diario en sus hogares, lugares de trabajo, en los servicios de transporte o en el espacio público, únicamente por su condición de género.

Ser mujer no debe ser un estigma social, como lo reiteró la atroz pandemia de coronavirus que exacerbó las inequidades que padecen desde siempre. La Defensoría del Pueblo documentó cómo se agudizaron, en 2020, las problemáticas y barreras a las que se enfrentan las mujeres de la población refugiada y migrante, así como las personas con orientación sexual e identidad de género diversas, por el cambio de dinámicas a nivel personal, familiar, económico e institucional, por cuenta de la emergencia sanitaria. La violencia intrafamiliar, especialmente la sicológica y económica, se recrudecieron en forma dramática.

Es apremiante dignificar la vida de las mujeres injustamente sobrecargadas por las responsabilidades familiares y laborales como consecuencia de las profundas fallas en la actual estructura social y económica. Mujeres y niñas deben ser parte de cualquier estrategia de recuperación de la pandemia atendiendo el descomunal impacto que han asumido. Reconocer su liderazgo, darles representación equitativa y poder de decisión reforzará el mensaje de sociedades más incluyentes, igualitarias y resilientes en las que la lucha contra el feminicidio y las violencias de género sea una realidad y no un discurso vano.